jueves, 5 de junio de 2008

El Coronel Ergoñarás y la Rebelión de los Porteros

Primera Entrega a Página 13: Del Mar.
Eduardo Waisman. 30 de Abril de 2008

Quiero ser un narrador de voz clara, que se entienda,
pero si se entiende demasiado la claridad es vacía.

La vida es contable pero intransferible. En eso pensaba Mario N caminando por esa playa del sur de California. El océano no le parecía tan grande esa mañana, más bien un marco, un límite verde lechoso mezclado de niebla. Imposible suponer a China del otro lado. Caminaba hacia el sur, hacia Tijuana pensó, frunciendo los ojos acuchillados por el sol filtrado de mayo. Intransferible de persona a persona, de familia a familia, de cultura a cultura. La historia era una concatenación de intransferibles contados en un estilo literario impuesto por los que ya habían celebrado la victoria. Se sentó y los personajes volvieron desde un lugar a espaldas del estuario y sin mar. Un pedazo de pampa domada por un instante al borde de la General Paz, ni tan general ni tanta paz en el recuerdo. Mario N se veía en esa película sin reconocerse. Las asambleas, las declaraciones, los asados, el ardor en el estómago de muchos cigarrillos mal fumados en medio de ruidos de conspiraciones ínfimas, importantes solo para distraer ese pesar de no saber quien se es.

El virus había alcanzado ya a una proporción alta de hombres y mujeres de su generación antes del descubrimiento más de una década después del SIDA. Este virus no se pasaba sexualmente, ni siquiera se gozaba durante el traspaso. Bastaba estar y hablar el dialecto predilecto de ese lado del Río de la Plata. El virus estaba en el lenguaje, pero aún los sordos parecían contagiados. Todos, incluyéndolo a él, habían decidido que re-interpretar la historia era sólo cuestión de voluntad, algo así como el “si se puede” gritado por una colección de impotentes en un inmenso estadio de fútbol. Suspensión temporaria y legalizada de toda consideración que obligara a ponderar las hipótesis básicas del delirio colectivo. Desde el instituto en el que Mario N trabajaba iban a intentar cambiar en unos años el devenir de la ciencia, apoderarse de Galileo, fabricar semiconductores, resolver todos y cada uno de los problemas que habían confrontado otras civilizaciones e imperios. Después de todo eran argentinos y además estaba el líder. Un poco esclerótico pero era cuestión de hacerlo durar un rato más.

Los porteros, los del departamento de mantenimiento y algunos empleados tenían algunas ideas más prácticas. Los “profesionales”, es decir los con título universitario, eran unos pajeros irremediables. De hecho, por razones incomprensibles e irrelevantes, eran bastantes mas resistentes al virus. Serían cuestiones del privilegio oligárquico de estudiar en la universidad, pensaría Muñido, el Portero Mayor, o Frantesca, el que había estado alguna vez en el mítico sindicato metalúrgico, donde los fierros que se trabajaban eran para tirar balas o romper cabezas. Una coalición de chiflados solo posible en un país adorador de vacas y futbolistas. Pero esto último no lo sabía Mario N en aquel momento, era natural ahora con la brisa del sudoeste, saberlo. Intransferible, también en el tiempo.

Había sido fácil para Mario N llegar a secretario general de la agrupación, creada unos días antes de las elecciones, que presagiaban la vuelta inevitable. Todo lo que necesitó fue ir a tres reuniones semanales consecutivas. Reuniones a las que había ido con su amigo, él que con poca dificultad, le había conversado el virus en unos pocos encuentros. Si como dicen algunos el idioma es la única patria, en esta patria se exhibían películas desaforadas como La Hora de los Hornos y se expresaban con naturalidad y encanto exótico olvidos convenientes y manifestaciones multitudinarias. Había sido solo cuestión de suspender por un tiempo la reflección y abandonarse al pertenecer al ruido y hablar elocuentemente de proyectos descabellados y mal soñados. Sentirse de día una parte del todo, mimado por el reconocimiento, e ignorar lo que sabía que sabía y que leería muchos años después en su primer viaje a Polonia acompañado de la palabra honda y sobria de Primo Levi desde ese libro que debió haber leído mucho antes, mucho antes.

Eran las doce y veinte, la neblina apenas una pequeña falta de diafanidad. La sombra del Coronel Ergoñarás cruzó su memoria, era hora de almorzar, en 15 minutos, sin apurarse, llegaría a su casa en la calle Mar Scenic. Tendría ya tiempo para recordar, ahora era cuestión de darle la espalda al mar y subir la cuesta.

Segunda Entrega a Página 13
El memorando: el coronel tiene quien lo entienda
Eduardo Waisman. 13 de Mayo de 2008
De la Página-Web del Instituto:
“En la entrada del Parque Tecnológico usted encontrará la Oficina de Atención al Cliente donde será atendido en el horario de 8.30 a 15.30 horas por personal capacitado y entrenado para ayudarlo a definir el problema e identificar las áreas de servicio que el Instituto ofrece para su solución. El tiempo de espera será de hasta 5 minutos. La Oficina de Atención al Cliente le indicará que áreas podrán intervenir en la solución de su problema, indicándole de manera clara y precisa su ubicación dentro del parque a fin de reducir el tiempo empleado”
Como llegar en microómnibus de pasajeros
Líneas: 221, 228 (Ramal Puente-Ciudad Universitaria), 1110, 1111, 1112,1 117,1 127, 1140 (Ramal Villa por Est. Marquiza),42, 69, 75 (Ramal Cementerio) y 76 (Ramal Escoba).


Años después desde su departamento de Madrid Mario N volvería a acordarse del Coronel Ergoñarás. Necesitó un buen esfuerzo para ir más allá de la imagen de él mismo en la playa de Del Mar hacia el final de la década de los ochenta recordando al coronel. Por suerte o quizás por previsión, había guardado las notas fechadas de las tres conversaciones que él había juzgado importantes sostenidas con el coronel en los meses de junio a septiembre de 1975.

Afuera del Instituto transcurría la historia. El líder había durado poco tiempo en su segundo turno de mandato supremo. Su muerte, esperada por algunos, deseada por otros e inconcebible para los verdaderos religiosos de su culto peculiar, había quebrado un equilibrio inestable. La parodia de la normalidad había acabado pronto. Algunos de los enfermos del virus generacional comenzaban a curar, la convalecencia era dura, inevitable. Otros menos sutiles morían en manos de paramilitares y militantes de grupos diversos, todos dispuestos a morir por la patria, o mejor aún a matar por ella.
Mario N sabía que algo tenía que pasar con la agrupación de la cual había renunciado como secretario general después de un año de asambleas, reuniones, tirones de todos lados para sumarse a uno u otro de los grupos del gran contexto nacional que se mataban alegremente. La matanza ocurría en pequeñas cantidades diarias. Después se entendería que no era sino la preparación de aniquilación por Las Grandes Fuerzas de la Gran Nación de cualquiera y a quienquiera que se les ocurriera. Sería un espectáculo verdaderamente folclórico, una muestra de reciclaje de las más oscuras entre las oscuras ideas del siglo XX, generoso en oprobio, holocausto y tiranía. Todo esto ocurriría matizado con color local por ganar la Gran Copa, contentando así a las grandes masas de adoradores de futbolistas y vacas.

Habían transcurrido menos de tres años desde la vuelta de Mario N desde la gran ciudad del Norte donde había llegado a adulto y doctor en matemáticas, respectivamente. Un año desde que había sido nombrado Director General de Investigación del Instituto.

La agrupación era una asociación indescifrable. Los viejos seguidores del culto y los nuevos afectados por el virus, juntos en un ansia difusa de poder y sin ninguna idea más concreta que la de tener un nombre representativo de seguimiento al líder. Ser “el poder” dentro de los vientos de micro-historia del Instituto. Unos pocos profesionales, los de los talleres de mantenimiento, algunos empleados, choferes y porteros eran parte de la agrupación.
El Instituto era un conjunto de departamentos de distintas disciplinas aparentando ser parte de la Gran Tecnología. Constituido fundamentalmente por aburridos cuasi-científicos y tecnólogos con vocación de empleados públicos y jubilación temprana. Como siempre en esas tierras nuevas el Instituto también contaba con algunos soñadores instruidos en libros de bibliotecas esotéricas, generadores de literatura y locura al por mayor.

Y algo pasó. Era el tiempo para los porteros, en particular para el Portero Mayor y el jefe del sindicato de mantenimiento. Profesionales y judíos debían dejar su turno de poder. ¿A quién se le podía ocurrir que nombramientos y decisiones técnicas fueran tomados por los profesionales, aún aquellos que profesaban amar al líder y su causa? La rebelión fue sencilla y eficaz. Nunca se supo como fue organizada. N, ya cansado de no ser quien era, de llevar una máscara que ni con los asados funcionaba, no se sorprendió demasiado. El también empezaba a convalecer del virus. El Presidente del Instituto fue depuesto. Los porteros y los de mantenimiento lo invitaron a participar en la toma de la sede administrativa del Instituto, una mansión señorial en medio del barrio bacán, lejos del campus a la orilla de la ciudad. La toma de la sede había sido con “los fierros”, él había desistido, sabiendo que ese acto de fidelidad consigo mismo sería el fin de su credibilidad frente al sector “proletario” de la agrupación. No había pasado nada, solo un nuevo Presidente obsesionado por la necesidad de la autarquía de productos químicos para liberarse del imperialismo, en particular de “la soda Solvay”, furiosamente orgulloso de no tener ningún título universitario. El acto mas ilustre del nuevo Presidente, fruto de la rebelión exitosa, fue convocar a todos los profesionales del Instituto a un gran teatro del centro donde manifestó su adhesión al líder muerto y declaró como nuevo Presidente del Instituto el proyecto de “independencia química”.

Lo que no lograba imaginar Mario N, y eso estaba reflejado en su nota del primer encuentro con el coronel fechada 27 de junio de 1975 era: “de dónde habrán los porteros sacado a este coronel sin uniforme ni galones, enjuto, de estatura menor que la media, fumador incansable, de maneras antiguas y sobrias”, y algunos renglones mas abajo seguía “¿qué clase de conspiración lograron formar en algún ministerio lúgubre Muñido y Frantesca? “. El coronel tomó las funciones que hasta entonces desempeñaba Mario N, y como las reglas burocráticas no podían ser violadas por los violadores, N retuvo su título pero perdió su oficina, sus muebles, su secretaria. Poco a poco se encontró sin nada, absolutamente nada que hacer más que pensar en que no tenía nada en qué pensar.
Como consta en la misma nota, ese mismo día N fue citado por el coronel. Había tenido el día anterior su cita con el nuevo Presidente quien le pidió su renuncia “para ponerla en una caja fuerte como señal de su lealtad Doctor N”. N, en una prueba irrefutable de que el virus había tenido su curso y estaba ya en remisión le había contestado sin desafío y con tristeza: “nunca firmé cheques en blanco, adiós Señor Presidente”. Todos los que pusieron su lealtad en una carta de renuncia ya no estaban, el camino de la caja fuerte a la ejecución de las “dimisiones” no habría durado dos días.

El coronel lo hizo pasar y sin decir nada del líder ni preguntar sobre la gestión anterior, se interesó solo en un aspecto:
-así joven que Ud. es doctor en matemáticas, ¿conoce el principio de optimización de Bellman?
-No, respondió con calma N, no es un tema en el cual haya trabajado, en el exterior me especialicé en matemáticas de la física cuántica
-Qué bien, yo en cambio como militar estuve varios años en la ciudad capital del extranjero y me dediqué a estudiar cómo racionalizar, se entiende, matemáticamente, la distribución de recursos en países como el nuestro, he escrito mucho sobre esto
El coronel dijo esto último mostrándole una pila de cuadernos de tapas negras, como unos doce, de tamaño legal. Eligió uno al azar y N pudo ver anotaciones y fórmulas escritas en letra pequeña y ordenada con tinta azul, y comentarios al margen de tinta de color rojo, conteniendo las fechas de las anotaciones. Pudo leer 5/5/1967 en una de ellas. Un acceso de tos siguió al diálogo, que no impidió, al fin de éste, que el coronel prendiera otro cigarrillo usando para ello el encendedor que estaba sobre su escritorio, el que había sido hasta la semana anterior el escritorio de Director de Investigación de N.

Mario N mira hacia la calle por el balcón de su departamento de Madrid, los ojos entornados en el esfuerzo por recordar cuándo supo que el coronel tenía enfisema terminal. ¿Se lo había dicho en ese primer encuentro?

La segunda reunión sucedió una semana más tarde a las nueve de la mañana del viernes 4 de julio de 1975. Mario N había leído lo suficiente sobre optimización de Bellman y funciones de utilidad para haber entendido algunos pasajes del cuaderno número 4 que el coronel le había confiado. Fue a esa reunión sintiendo que la relación con Ergoñarás estaba fuera del tiempo y de los sucesos de ese presente gelatinoso que envolvía el país. Se le habían ocurrido varias preguntas, una generalización para plantear situaciones de optimización usando variables discretas o “cuánticas” y una perversa idea de aplicación a la distribución de recursos financieros entre los departamentos del Instituto. Ese día, que N sabía era el de la conmemoración de la independencia de EEUU, estaba frío y soleado. Atravesó el campus del Instituto desde su nueva oficina. Había sido destinado a la sección computación como supervisor de la jefa de esa dependencia, un invento digno de los porteros. Desde su nueva oficina hasta la Dirección de Investigación habría unos 400 m. A derecha e izquierda del camino los distintos edificios, algunos dilapidados y otros nuevos, componían el paisaje junto con árboles sin hojas y el pasto mustio. Caminaba casi sonriendo. El absurdo era salvador. El castigado y el castigador iban a enredarse en una conversación cuya invención hubiera sido la envidia de algunos escritores de moda.
Llegó, el coronel que no lo hizo esperar estaba como siempre lo recordaría: fumando y tosiendo. Se lo veía entusiasmado. A las dos de la tarde, cinco horas después, habían acordado escribir un memorando a todos los jefes de departamento explicando la metodología con una introducción sobre funciones de utilidad y su estimación. Mario N escribiría el memo que el coronel aprobaría y enviaría. Era de la mayor importancia hacer claro que la cantidad de dinero a entregarse a cada departamento desde ese momento en adelante dependería de optimizar todas las utilidades, y de ahí que los jefes de departamento deberían estudiar y aplicarse en definir cuidadosamente estas funciones en términos numéricos precisos. No haría falta que se reuniesen para que el coronel aprobara el memo, éste lo leería, lo corregiría y sería enviado.

De ese segundo encuentro, pensaba N desde el balcón de su departamento en Madrid más de 30 años después, dos sucesos eran memorables.

El primero, documentado en las notas apoyadas en la mesita de plástico del balcón junto a un vaso de vino tinto, era lo que Mario N había escrito después de ese segundo encuentro:
“Ergoñarás me dijo esta mañana que era para él una felicidad inesperada haberse encontrado a alguien que finalmente lo entendiera en su pasión por racionalizar la gestión pública del Estado. Me dijo que sabía que le quedaba poco y que él no tenía herederos que pudieran hacerse cargo de sus 12 cuadernos para seguir profundizando sus investigaciones. Me propuso entonces que yo fuera ese heredero, y que a su muerte siguiera con sus cuadernos……”
El segundo suceso, también capturado en una nota fechada 18 de julio de 1975, es el encuentro casual en el campus del Instituto entre el jefe del departamento de Física, un tal Sametrik quien había hecho toda su carrera post-universitaria en el Instituto en el área de Metrología Eléctrica. Mario N pensaba que Sametrik era un burócrata disfrazado, gris y poco interesante, salvo en sus intentos de “unir a los progresistas clásicos” con los enfermos del virus en un solo frente de modernidad humana. El jefe del departamento de física, sin embargo, era pragmático, había sobrevivido cambios y vaivenes de la política del Instituto, micro- representación de las tempestades que azotaban esas latitudes en la segunda mitad del siglo. Por eso siempre había sido deferente y colaborador en su trato con N mientras éste fue poderoso. Esa tarde del 18 de julio, había llovido y había que evitar el pasto para no mojarse los zapatos, Mario N escuchó a Sametrik diciendo:
-esperame Mario quiero decirte algo
N paró y esperó, los separaban unos 20 metros y no tenía apuro. El memo se había distribuido ese lunes.
- mirá Mario, dijo Sametrik con una sonrisa compungida, siempre supe que eras un hijo de puta, pero ahora después de haber leído el memo del coronel, firmado también por vos, ahora sé que no solo sos un hijo de puta, sé que además estás completamente chiflado. Mario N, normalmente elocuente y rápido en la respuesta, decidió seguir caminando sin decir nada. No era una ofensa, era la evidencia de que el absurdo funcionaba y él posiblemente se salvaría. Ese pensamiento fue la intuición que guió el tercer y último encuentro con Ergoñarás, registrado en sus notas del mes de agosto de ese mismo año.

Tercera Entrega a Página 13. Random Walk en Marqués de Leganés.
Eduardo Waisman. 20 de Mayo de 2008

Una sola vez en noviembre del 2006, Mario N había tomado la calle del Marqués de Leganés desde la esquina de la Calle de la Estrella y la de los Libreros hacia San Bernardo, unos cien metros de Madrid cerca de la Gran Vía. Una calle corta y sucia naciendo y muriendo con pretensiones de cielo, santos y literatura. Todas las otras veces, muchas, N la había caminado por 20 metros desde San Bernardo hasta el lugar del encuentro semanal. Esa tarde luminosa de primavera tardía se extinguió al entrar a la calle.
-Mucho mejor-se dijo N, demasiada luz para recuerdos viejos y ensombrecidos. Se paró a unos diez metros de la esquina demorando entrar al edificio. Se preguntó con el mismo desgano de siempre de qué había dependido su suerte. Un “random walk” -se dijo.- Un paso hacia cualquier lado con una cierta probabilidad seguido por otro paso. A cara y cruz. Al mirar para atrás nos hacemos la ilusión de que ese conjunto de pasos al azar son nuestra trayectoria vital. Claro está que en la mirada hacia atrás planchamos el recorrido, usando recursos literarios instalados subrepticiamente por lecturas también aleatorias. Y a eso llamamos el destino. El mío fue decidido en esa tercera entrevista con Ergoñarás ese lunes 4 de agosto de 1975-.
Si Mario N hubiera estado escribiendo esa tarde de primavera en ese rincón de Madrid se habría dado cuenta de la irrealidad y de la falta de sexo en la historia. Lo primero era corregible, lo segundo inconcebible. Reclinó la espalda contra la pared gris y gastada, la mirada perdida en el cubo de basura que lo separaba, al otro lado de la calle, del edificio del encuentro semanal, y decidió dejarse llevar, en la casi agradable tarea de re-inventar su pasado, sin exagerar porque debía lealtad a las notas tomadas la segunda mitad de 1975 que llevaba con él por el mundo.

Mario N había estado pensando en esa tercera y decisiva entrevista con el coronel desde el minuto que terminó la segunda. Un mes cavilando sobre qué hacer. No aguantaba más el Instituto, el país, a si mismo. Ni siquiera el absurdo que lo salvaba de cosas peores, era suficiente para evitar el hartazgo. El intuía otros planos, otros sitios, con realidades contemporáneas y ortogonales a la presente.
Ese agosto había comenzado seco y brillante, con cielos azules, que él imaginaba derramados mucho más allá de la miseria y la impotencia, sobre pampas que seguirían existiendo mucho después del final del absurdo.
Eran las cuatro de la tarde. El coronel comenzó quejándose de la falta de respuesta al memorando que había distribuido a los jefes de departamento casi un mes atrás. N no prestaba atención a lo que decía el coronel, su atención fija en el cigarrillo y la tos de Ergoñarás que rompía la coherencia del instante al mismo tiempo que le daba sentido. N esperó el final de la queja y dijo:
-Coronel, quiero pedirle una licencia sin goce de sueldo por tres meses, necesito alejarme de esto y volver a la racionalidad y protección de otro lugar, donde pensar en las matemáticas de la física cuántica tiene sentido- Esta petición, palabra por palabra estaba en sus notas, quizás lo habría memorizado en su medida justa.
El coronel apagó el cigarrillo, y sin dilación le respondió: -escriba Ud. las fechas y adonde va y yo me ocupo. A su vuelta hablaremos de cómo le paso los cuadernos, que tenga Ud. suerte-.

Si había tenido otros encuentros con el coronel no figuraban en sus notas. N miró el reloj, faltaban 10 minutos para el comienzo de su cita de ese miércoles en la calle Marqués de Leganés. Quería seguir en el antes. Se puso del otro lado del cubo de basura para no ser visto. Lo que estaba haciendo era demasiado íntimo para compartir esa tarde.

Esa noche de principios de setiembre de 1975 mientras volaba de sur a norte le volvió la cadencia de la voz de Adriana, y con esa voz rebotando contra la oscuridad afuera a once mil metros volvía el olor a ella, los olores de ella. Cuando se hicieron el amor por primera vez, desesperados como correspondía a esos tiempos que ellos sentían de muerte, después de besarlo en una mezcla de primer encuentro y despedida, ella le había dicho que el poder era el más potente de los afrodisíacos. El poder no duraría, pero de todas maneras no importaba. Lo único que valía era abrazarla de muchas formas, sucumbir a su tacto, concentrarse en ella, irse y volver. Penetrar, alejarse, morir sin dejar de respirar, sentir, sentirla.
Tenía que dejar de pensar en ella, era demasiado incómoda la sensación de tener la verga tiesa en el estrecho asiento del avión, amparado por la semi-oscuridad y los intentos de dormir del pasajero vecino. Las otras cosas que dejaba atrás por esos 3 meses estarían a su vuelta. Su esposa, sus hijos, el departamento de tres dormitorios a tres cuadras de la avenida. Su trabajo en el Instituto no le importaba, haber sido el secretario general de la agrupación era ya una narración futura.
Por esos meses de setiembre a diciembre de 1975 cambió de idioma, de clima, de ocupación. Volvió a ser el matemático aplicado, el buen conversador en cenas organizadas por sus colegas. Llegó al Pacífico. Condujo por el camino a Santa Cruz, desde San Francisco a Los Gatos. Se sintió otro, amparado, estar en el extranjero era una purga, una cura, sospechada y bienvenida. El viento del idioma de infancia lo seguía en los sueños, pero desde allí venían otras historias, la calle Warnes, historias desposeídas del virus. Conoció San Francisco donde entendió el amor de Italo Calvino a la única de “Le Città Invisibili”, se rindió a California y prometió regresar.
A su vuelta de norte a sur, ese diciembre de 1975, pocos días antes de navidad, el viaje le pareció muy corto. No había querido enterarse que sucedía mientras estuvo afuera, aunque era imposible no saber. Pero habría tiempo para eso. El aduanero lo dejó pasar sin revisarle la valija, aliviado abrió la puerta al hall de espera del aeropuerto. El lunes habría que volver al Instituto.

Mario N volvió a la parte iluminada de la calle, toco el timbre y subió. Este miércoles le tocaba leer en el taller. Leería en el mismo idioma aparente de todos, y como en el amor, sentiría la ilusión de la cercanía por un segundo seguido por la certidumbre de soledad irreparable de su “random walk”.

Cuarta y Ultima Entrega a Página 13. La Visa.
Eduardo Waisman. Madrid 29 de Mayo de 2008
Ese lunes de diciembre de 1975 cuando Mario N fue a su oficina en el Departamento de Computación del Instituto le hicieron saber que durante su licencia de tres meses la Rebelión de los Porteros había sido revertida. Un nuevo presidente, un “progre” profesional y de la persuasión del líder estaba instalado y los damnificados de la finalmente frustrada rebelión reinstituidos. N pensó un instante en por qué no le habrían avisado durante su ausencia y si era propicio reclamar una posición acorde con su título de Director de Investigación aún vigente. No tardó en concluir que era un delirio. Por esos tiempos todos anticipaban el golpe militar como inevitable y lo único que quedaba por saberse era la fecha. No quedaban rastros en el Instituto ni del coronel ni de los cuadernos de tapas negras que N hubiera debido heredar. No preguntó ni en ese momento y no intentó nunca averiguar que había sido de su suerte hasta más de treinta años después. N supuso que el coronel habría vuelto a su casa, que él no conocía, a morir tosiendo y fumando, contemplando en su agonía las notas desheredadas por oficio del ir y venir de ese país no optimizado. Ese país a punto de entrar en el tiempo de la Gran Vergüenza.
Las otras cosas estaban en su sitio. Adriana había agregado a su vivir un nuevo amante con más poder, para compensar al impotente de su marido, decía ella, al mismo tiempo que con dulzura y compasión seguiría haciendo en amor con N, o eso prometía.
Sus hijos, su esposa, su departamento de tres dormitorios a tres cuadras de la avenida en esa ciudad que entraba en ese verano desdichado, todo esto olía a realidad futura.

Mario N bebe un trago de ese buen y común Rioja tinto en su balcón de Madrid. Es un mayo frío y lluvioso, pero esa tarde es agradable y las nubes dejan ver en el oeste de esa tarde el cielo alto y profundo. ¿Por qué no preguntó por Ergoñarás? ¿Qué había sentido por ese militar agonizante y alucinado, casi inconcebible en otras latitudes? Esa mañana siguiendo un impulso de origen oscuro buscó en el Internet por horas. Lo que encontró fue una completa validación de lo improbable. Pero estaba allí, un artículo escrito por el Dr. C. Raisin y el Coronel Ingeniero Ergoñarás sobre distribución óptima de recursos, fechado octubre de 1975. Lo invadió el vértigo y una nostalgia sucia y deshilachada. Paró de buscar, no había hecho nada más que confirmar un segmento de lo que recordaba. Buscó sus notas, Raisin no aparecía en ninguna de ellas, pero de acuerdo al prefacio del artículo en la red el Dr. C. Raisin (1938-2002), matemático de cierto prestigio había trabajado en el Instituto desde 1974 a 1979, para después dedicarse a la Astrología y ser miembro destacado de los Templarios. Del coronel nada más. Una cierta ternura y agradecimiento lo invadió, imaginó al coronel muriendo de tos y hastío. N no recibiría nunca los cuadernos de tapas negras pero aún en medio de un tiempo inasible había recibido su otro regalo salvador.

Los sacudimientos terminarían. La Junta salvaría a la Gran Nación como antes lo hicieran sus antepasados forjadores de fronteras y purificadores de indios. Extirparían el cáncer social al precio de cortar algún que otro tejido sano. Matarían y torturarían con el silencio del terror, con el silencio cómplice de la historia de inquisición y hogueras de la cual eran herederos entusiastas. Ese marzo de 1976 Mario N tomó el colectivo, hacía ya más de un año de la Rebelión de los Porteros y desde entonces había terminado la recogida puntual del coche oficial en la puerta del edificio donde vivía, de alquiler apenas pagable con su sueldo de gran título y poco dinero de empleado público glorificado. Llegó a la caseta que era obligada entrada de coches y peatones al campus del Instituto. El personal de la caseta no le era familiar. Le pidieron sus documentos, miraron una lista mecanografiada sobre papel blanco, y el portero gordo secamente pero sin faltarle el respeto le dijo: -Dr. N, está Ud. en la lista, no puede entrar-

No volvería nunca al Instituto aún años después de que la Junta desapareciera en un estertor mentiroso, se deshiciera sin ni siquiera ser derrotada por los adoradores de vacas y futbolistas desencantados ya de tanto orden aparente. Cumpliría su promesa de volver a California donde el frío es chico y nadie silba porque queda mal. Salvado por el absurdo y una visa providencial. -Pero esto ya es otra historia - se dijo Mario N. Este miércoles tendría algo para leer en el taller de Marqués de Leganés. Se puso de pie, los últimos destellos de la noche morían detrás del edificio de enfrente. Mientras cerraba la puerta del balcón y entraba en su departamento sintió pena de no tener los cuadernos de tapas negras. Quizás en alguna de las páginas el coronel había descubierto qué era óptimo en la vida, quizás hubiera escrito algo en el último de ellos sobre las conversaciones de 1975. La cena estaba servida y sentía frío, cerró la puerta del balcón y prendió la luz, guardó las notas y se sentó a comer.