lunes, 29 de noviembre de 2010

La Deuda

1. Calle Maure
De la mano de Adriana dejame que te lleve estas cuatro cuadras desde la avenida Cabildo por la calle Maure esa primavera de 1965. Cabildo está llena de tráfico y ruido, negocios de todo tipo y es todavía por entonces dominio de la clase media, mujeres bien vestidas, hombres de paso firme y colectivos de colores brillantes que negocian la avenida con la pericia y el desdén de los choferes porteños. Los edificios de departamentos altos son aún la minoría. Adriana me va llevando a su casa, caminando hacia el río lejano e invisible. Maure en pocos metros va del bullicio al corazón de un barrio “de los de antes”, adoquinado, casas bajas, árboles en hileras en ambas veredas, pretendiendo mostrar el lado subtropical de la ciudad a la que pertenece, lado olvidado cada invierno. Intuyo dentro de esas casas vidas ajenas detrás de la frontera de las cerraduras, misterios que me serán negados siempre.
Vamos caminando y hablando del examen, pero no escucho. A mis veinte y pocos años llevo ya la melancolía del no pertenecer. El sol se cuela, es mediodía y lo tengo en los ojos, claro, vamos al norte. Dos cuadras más y ya el ruido de Cabildo es un recuerdo, un coche estacionado aquí y otro más allá. Tendría lugar para estacionar si tuviera coche, pienso, mientras escucho algo sobre lo complicado que es lo que tenemos que estudiar y miro esa casa que estamos pasando: planta baja y primer piso, un jardín húmedo con pasto mal cuidado y un árbol frondoso, nudoso, jardín regado por la lluvia generosa de la pampa tan cerca del gran río invisible.
─Llegamos, me dice Adriana, con su voz engañadora promulgando promesas de felicidad imposible y de vidas armónicas. La casa tiene umbral, me acuerdo del tango con el ciego sentado. Saco un cigarrillo y lo prendo, en ese tiempo, te cuento, yo fumaba particulares negros.
Cómo saber que esta casa de bajos, con su patio, sus dormitorios que no conozco, un baño por el que paso con vergüenza y que tiene bidet, no como mi casa, y ese comedor en el que hay que prender la luz al mediodía para poder leer, tiene ya el destino cierto de albergar ese secreto ocultado en la historia que mucho después Adriana, ya en su tiempo de abuela reciente, me cuenta. Esta misma historia que reconstruyo intentando develar qué encierra.
Adriana -cierro los ojos y más de cuatro décadas después me veo caminando por Maure con ella- la relata con aparente inocencia y la misma voz engañosa de siempre en la cocina del departamento donde vivo ahora.
Bueno, ya llegamos a la casa de la calle Maure, y ahora que ahí estamos, dejame que te lleve de mi mano a escuchar qué pasó, a encontrar la otra lectura.

2. Salvador
De repente Adriana encuentra un remanso en la conversación amable e intrascendente en la cocina, cambia de posición para vernos a los dos, ajusta la mirada hacia su pasado y desde allí comienza a contarnos: su hermano, el que terminará suicidándose, ha vuelto a vivir con la madre, Delia, al departamento alquilado de la calle Maure.
Miro atentamente a Adriana, que parece más joven, su cara ligeramente inclinada hacia la izquierda, los dedos en el pelo de rizos contrariados, oscuro de tintura de peluquería, los ojos brillantes pero idos. La escucho diciendo:
─Mamá siempre fue optimista aún en los momentos de desesperación como cuando Pablo volvió después de su fracasado matrimonio, ya pisando los cuarenta, al departamento de Maure, donde mamá vivía sola; papá había muerto tres años atrás.
Delia se había jubilado poco antes de su puesto de Directora de la escuela primaria en ese mismo barrio de Belgrano de la calle Maure. Había sido siempre una maestra “Sarmientina”, cuyo mayor logro consistía en un equilibrio portentoso ante la adversidad y la historia. Una persistencia envidiable, heredada por su hija, por encontrar sencillez y sentido en las catástrofes. Un empecinamiento que contradecían permanentemente los libros sombríos de la literatura argentina de su tiempo, de la que era lectora habitual.
Adriana habla de Pablo, de su alcoholismo y depresión. En el relato de Adriana aparece redimido, misteriosamente marcado por el destino. Hermano solo de genes, personaje de otra obra, de otros escenarios.
─Entonces, sigue Adriana, mi madre lee un artículo en La Nación donde Ernesto Sábato, con su pesimismo irredimible, describe a la ciudad como invivible.
En su prosa de maestra de siempre Delia escribe su carta de lectora, ella vive en esa ciudad su vida privada con fluidez, la ciudad es vivible y habitable para ella, “la felicidad, Señor Sábato no es una cuestión de Estado”, termina la nota.
Todos sus amigos la llaman y la felicitan, Delia ha derrotado al pesimismo del escritor famoso, todo está bien en el paraíso pampeano. Ella sola, sin espada alguna, ha defendido el hábitat, ha protegido el mito, reivindicando ante todo su barrio, su ciudad.
Una semana después de la publicación de su nota en La Nación atiende el teléfono. Es Salvador, el gran amigo de su esposo Miguel que ha leído su nota de lectora en el diario. Delia no había visto ni a Salvador ni a su esposa Celia desde el entierro de Miguel. Había tratado en vano de invitarlos para conversar con ellos, encontrando siempre excusas absurdas y gentiles.
Celia, a la pregunta de Salvador de cómo está, cuenta sobre Pablo y de que ni siquiera ahorrando alcanza a tener departamento propio.
─Vos sabés, Salvador, que Miguel siempre fue derecho pero nunca tuvimos lo suficiente para mudarnos de esta casa alquilada desde hace veinticinco años, ni aún trabajando los dos, ni cuando él llegó a jefe de la concesionaria de ventas de coches Ford donde vos lo conociste.
Después de un corto silencio Salvador dice con firmeza,
─No te preocupés Delia, Celia y yo te vamos a ayudar, no tenemos hijos, siempre hemos sido frugales en nuestros gustos y para eso están los amigos, yo le debo tanto a Miguel… Mirá, nos encontramos en lo del escribano Farías el martes que viene a las cuatro de la tarde, y yo llevo la plata, voy a traerte unos cinco o seis mil pesos para irte acercando a lo que necesitás para comprarte un departamento, y quien sabe, quizás en un nuevo lugar Pablo se te mejora. Lo del escribano es porque así queda claro de dónde sacaste la plata, aunque en este país nadie pregunta, vos sabés que al igual que Miguel soy chapado a la antigua.
Delia cuelga el teléfono, piensa en ese gesto de Salvador, reconfortante pero un poco inútil. Cinco o seis mil pesos no es mucha plata, pero ella no ha tenido el coraje de mencionar esto en el teléfono.
Adriana mueve la cabeza y me dice a mí directamente anticipando un giro decisivo en la historia:
─Vos te acordarás que en los setenta hubo un cambio de moneda, ¿no?
Pasamos de los pesos a los Pesos Ley, pero todo el mundo seguía hablando en pesos viejos mucho después, como me contaron que pasaba en Francia.
Supe en ese instante que vos también te habías dado cuenta del giro, pero no interrumpimos, sentimos que era importante estar en silencio.
Esa tarde del martes era un día de otoño, un poco gris, húmedo y fresco, nada especial. Delia se vistió, se miró al espejo, pensó que todavía no estaba tan vieja, tomó el colectivo 60 hasta Ayacucho y Córdoba donde estaba la escribanía de Farías. Pablo no le preguntó nada, ya estaba muy lejos, ella lo sabía pero admitirlo era otra cosa.
Delia, como buena maestra de escuela, estuvo puntual y diligente en el lugar de encuentro, unos cinco minutos antes de las cuatro. La secretaria de Farías la hizo sentar en la antesala y le dijo que cuando Salvador llegara el escribano los atendería sin demora.
Salvador entró a la escribanía a las cuatro en punto, con un portafolio marrón de cuero gastado, solo. A las y cinco, con tiempo suficiente en la antesala para reconocerse y constatar que eran los mismos de siempre, ya estaban con Farías. Salvador sacó el dinero del portafolio y de pronto Delia entendió: eran cinco mil seiscientos Pesos Ley. Necesitó unos segundos para recobrar el aliento y hacer la simple aritmética del milagro, eran quinientos sesenta mil pesos. Salvador ni pestañó, parecía no percatarse de la sorpresa iluminada de Delia. Salieron de la escribanía, tomaron un café en el bar de la esquina, agradecimientos y promesas de verse pronto, certitud de la estupidez de Sábato, reminiscencias de Miguel, saludos y besos a Celia.
En la media hora de colectivo 60 que lleva a Delia a su casa, sentada mirando sin ver por la ventanilla, recuerda el portafolio marrón, las manos de Salvador sacando paquetes de billetes nuevos. ¿De dónde salió la plata? Celia y Salvador no eran ricos, un poco raros e imprevisibles pero normales, gente corriente. ¿Por qué le daba esa cantidad enorme? Y ahora que le da vueltas no sabe cuál es la magnitud de lo que Salvador dice deber a Miguel. Baja del colectivo y decide no dudar. La gente buena también existe.
Adriana se para, va hasta la pileta, se sirve un vaso de agua, se sienta y esta vez sin mirarnos sigue contando:
─Mamá vio a Salvador y Celia en el entierro de Pablo, que se mató dos semanas después de que se mudaran al nuevo departamento de la calle Virrey Cisneros, pagado casi todo con el regalo de Salvador. Se mató con una botella de whisky comprada por mamá y pastillas de Valium. Mamá lo encontró muerto esa mañana con aspecto de borracho sin retorno.
Adriana habla de la muerte de su hermano sin cambiar de tono, suena como la muerte de un personaje en la película que uno vio ayer con un amigo. La tragedia desaparece, el suicidio es un evento que hay que circunvalar para llegar al destino, es un recuerdo triste que se guarda en el cajón inferior de la cómoda, ese que se abre pocas veces.
─Unos meses después mamá y yo fuimos a la casa de Salvador y Celia a agradecerles. Nunca antes había visitado su casa, mamá creo que fue una vez cuando papá todavía vivía. El departamento era modesto, en la calle Callao cerca del centro. Nada revelaba mucho dinero, había libros ordenados y todo estaba limpio y casi oscuro. Nunca más los vimos, ni mamá ni yo. Me pregunto si viven aún, probablemente no, mamá ya murió hace diez y ocho años y eran de la misma edad. Que yo sepa no tenían herederos ni parientes.
Adriana se acomoda en la silla, su mirada cambia, la voz, que un instante antes está llena de misterio y nostalgia vuelve a su normalidad de engaño y mundos de finales felices, y nos dice:
─ ¡Fue tan feliz mamá contando a todo el mundo ese gesto maravilloso de Salvador, ese señor que igual que papá estaba siempre bien vestido y con corbata, siempre tan correcto, y que con insistencia repetía que le debía tanto a papá!
Se dirige a mí, y con la actitud del que terminó su tarea prolija y completa, con una sonrisa me dice:
─ ¿Viste?, vos que escribís episodios tristes con finales sombríos que no se entienden, cómo en la realidad hay cosas que dan sentido a la vida, como la amistad y la generosidad existen, y si no ¿qué otra lectura puede tener esta historia?

3. Perfección
Toda esa noche y la mañana siguiente funcioné como un autómata consumido por la neblina de un absurdo que no podía definir. La historia de Adriana, que se marchó esa misma mañana de madrugada en un taxi al aeropuerto camino de otro aeropuerto y otro taxi que la llevaría a su barrio, era demasiado redonda, perfecta y chocaba contra las aristas filosas y desordenadas de la vida, es decir de mi vida. Sentía que tanta redondez no cabe en trayectorias que chocan continuamente contra el azar y la biología, marchitando decisiones y moralejas no realizadas.
Estuve así una semana. Ese lunes a la tarde, sentado en un café, saqué del bolsillo el móvil y la tarjeta de crédito de la billetera. Reservé un asiento en el vuelo del miércoles. Una agitación honda me precipitaba a revolver el pasado de desconocidos, pero no había remedio: tenía que ir.
Después de dos días de vagar por la ciudad, comer cualquier cosa en el hotel, no llamar ni a familia ni amigos, decidí mí primer paso y tuve suerte: la Escribanía Farías todavía existía.
Farías padre había muerto, pero su hijo menor, también escribano, me atendió. Me dijo que me daría la información, porque yo le caía bien, habiendo viajado de tan lejos solamente por una cuestión que él llamó teórica. Me proporcionó la copia de la escritura de cesión sin condiciones de la suma de cinco mil seiscientos Pesos Ley que Don Salvador López, y su esposa Doña Celia Marotto de López, otorgaban a Doña Delia Cicotti de Eneriz sin condición alguna y en prueba de su antigua amistad con el ya difunto Miguel Eneriz.
En la escritura figuraba la dirección de Salvador y Celia. El portero de la casa, tal como lo había presentido Adriana, me informa que los dos habían ya muerto, primero Celia y unos meses después Salvador. Unos ocho años después del regalo a Delia, calculo, por la fechas enumeradas por el portero. Parecía que las pistas terminaban ahí, pero por una corazonada, toqué el timbre del departamento de al lado. La vecina, una mujer de unos noventa años, recordaba que Salvador había trabajado mucho tiempo en la concesionaria Ford de Juan B. Justo y Sanabria.
Tomé un taxi. La ciudad discurría triste y gris por la ventanilla, apenas un destello de sol entre los edificios desiguales y oscurecidos por el hollín. Al llegar reconocí la concesionaria, hacía mucho tiempo había ido con un amigo a mirar coches. Estuve media hora preguntando a empleado tras empleado. Nadie recordaba ni a Salvador ni a Miguel. Ya cansado fui al baño, y casi al entrar la ruleta de la casualidad cantó mi número. Una mujer madura, de la edad de Adriana, salía del baño de mujeres. Intuí en esa figura un pasado de atracción singular. Me escuché preguntarle, desde fuera, como si yo fuera otro, si ella sí los había conocido. Su expresión cambió, como si la cámara de una película de las de antes hubiera enfocado su pasado. Me dijo “antes de irse pase por mi escritorio, soy Silvia”. Pasé por su escritorio, y sin saber cómo sentí en la mano un papel doblado.
Desdoblé el papel al salir a la calle y leí: “Silvia Berti, Belgrano 2354, dto. 4d, venga esta noche a las 21hs, sea puntual.” La letra era clara y pareja, escrita en tinta azul de estilográfica. ¿Qué iba a hacer esas cuatro horas que me quedaban? Había empezado a llover y era casi de noche. Decidí ir a un cine cualquiera de Lavalle. Si vi o no una película no lo sé, pero al salir eran las 20hs. Podía llegar puntualmente caminando las treinta cuadras hasta la casa de Silvia. Hasta donde vivía parecía contener un mensaje, Silvia vivía en un barrio hacia el Sur.
Mis pasos se ralentizaban para no llegar demasiado temprano. Un viento interno me hacía liviano y me empujaba. Miré el reloj y toqué el timbre:
─Lo estaba esperando, suba: es el segundo departamento a la derecha.
La puerta estaba entornada, no tuve que llamar. Silvia estaba ahí, vestida en vaqueros y una blusa roja, con el pelo suelto y una mirada cansada de ojos castaños. El departamento era chico y resumía intimidad y melancolía.
─ ¿Cómo me dijo que se llama?─ Sin esperar respuesta la escucho decir “bueno, no importa, nos veremos hoy y nunca más, ¿qué puede importar como se llame?”
Me senté y ella, como si hubiera estado esperando una eternidad para contarle a un perfecto extraño la historia, sirvió dos scotchs largos y sin hielo.
Miro la etiqueta de la botella mientras me dice: “no tengo mucha plata, pero no tomo cualquier whisky, es un placer sencillo y caro el buen scotch”.
Silvia habla por un tiempo indefinidamente largo. No atino a interrumpirla ni a preguntar nada. Todo yo estoy encadenado a la voz, a la música de los gestos, al ritmo sereno de la confesión.
Silvia tenía apenas veinticinco años cuando conoció a Salvador y Miguel en la concesionaria. Ella entró a trabajar como facturadora de coches. Era contadora, una carrera brillante en la Facultad de Ciencias Económicas. Se imaginaba un gran futuro. Quizás podría ser la primera mujer Ministro de Economía ó Directora del BID. La concesionaria era algo para empezar, para hacer los primeros rounds. Aún con su conflicto típico de mujer que nunca piensa que es bella, sabía que hombres y mujeres la encontraban casi deslumbrante. En el clima social de ese momento era impensable “que una chica tan linda se dedicara a los números”. Bailaba bien, incluyendo el tango. Se vestía con cuidado para atraer sin perder misterio ni elegancia. Había ya tenido algunos novios con los que se había acostado. No gran cosa, suficiente para la iniciación sexual y para seguir añorando orgasmos profundos, para presentir un enamorarse de verdad, de esos de perder la cabeza y las cuentas.
Silvia se enamoró de los dos; de Salvador y de Miguel. Ellos, los dos casados y entrando en los cincuentas, eran señores bien vestidos, con corbatas impecables, amables y distantes.
─ ¿Por qué de ellos? ¿Por qué de los dos? Silvia pregunta sin esperar respuesta, ni mía ni de ella, probablemente para escuchar en voz alta ante un testigo ocasional, esa misma pregunta que debe haber rebotado y rebotado en recuerdos y pensamientos como un misterio al borde entre la conciencia y los sueños.
Salvador era alto y rubio de sonrisa tímida, ojos grises y andar liviano. Miguel era de pelo oscuro y rizado, ojos castaños, un poco más bajo que Salvador. Su mirada era directa y discreta. Miguel era sub-jefe de la concesionaria y Salvador se ocupaba de todos los asuntos legales de la compra-venta de los coches usados y nuevos.
Unos meses después de su ingreso en la sección contaduría, Silvia ya se acostaba con Salvador en su piso de la avenida Belgrano, que ella había comprado usando la herencia de su abuela materna. Una curiosidad esa mujer tan inteligente y bella viviendo sola tan joven. El affaire no fue ni leve ni casual. Salvador era otro hombre en la intimidad, bastaba ese primer scotch, bebida a la que introdujo a Silvia desde el primer encuentro amoroso, para que su sonrisa fuera amplia, sus manos se volvieran grandes y hermosas. Era mucho más Salvador sin corbata, un poco despeinado y curiosamente ansioso, casi como un adolescente. Silvia había adivinado a ese hombre, casi lo había inventado. Se amaban hasta la desesperación y no encontraban suficiente tiempo para estar juntos. Fingir en el trabajo era una tarea agotadora. Salvador le mentía a Celia como podía. Silvia no preguntaba. Nada importaba, ni Celia ni la diferencia de edad. En realidad era para ambos la primera vez, y entonces eran los dos nuevos, recién nacidos al arte de matar la inocencia.
Poco después Silvia empezó la relación con Miguel. Miguel se dio cuenta enseguida de que compartía a Silvia con Salvador por el scotch.
Un día Silvia y Salvador decidieron que no podían seguir así. Le contaron a Miguel. Salvador cambió los papeles del Ford Falcon azul, casi nuevo a su nombre y Silvia en unas pocas semanas fue separando cheques que no anotaba y cobrara para tener suficiente dinero para la fuga. Dieron parte de enfermedad, ambos por separado con un día de diferencia y en ese noviembre partieron. Salvador le dijo a Celia que tenía que ir a una exposición de automóviles en Brasil. La felicidad los acarició por unos días en sus largas caminatas a orillas del mar, después de hacer el amor, cenando en los buenos restaurantes. Miguel llegó y se fue en avión un fin de semana. Fue la primera vez que se amaron los tres juntos. Silvia nunca supo nada, ni tampoco preguntó, sobre ellos antes de esa noche.
Casi con pudor contrariado Silvia evita los detalles. Su expresión y su voz, sin perder del todo un estilo cansino, parecido a la serenidad, destellan en la evocación del encuentro. Silvia me transmite vibraciones de algo único e irrepetible, como si me dijera que si ella fue o es alguien singular, distinguida de las masas informes de vidas grises con finales previsibles e intrascendentes, lo es solamente por haber vivido “aquello”. Es joven y hermosa otra vez, y en mi alucinación siento una mezcla de asombro, envidia y un deseo absurdo por quien ella fue, un querer haber sido parte de ese pasado, parte de uno de esos momentos en que el tiempo se suspende y todo tiene sentido porque sí.
La vuelta de Silvia y Salvador, dos semanas después del fin de semana con Miguel, trajo la oscura realización de que la fuga había sido un escape temporario y amateur de las normas a las cuales pertenecían por nacimiento y familia. Silvia volvió al trabajo el viernes y Salvador el lunes siguiente. Miguel nunca faltó al trabajo. El misterio era que no había pasado nada, los jefes y compañeros preguntaron por su salud. Nadie en la concesionaria pareció correlacionar las ausencias. Celia no preguntó mucho, como si no importara o quizás como si supiera demasiado.
La noche del martes, a eso de las ocho de la noche, los tres se encontraron en el café La Paz en el centro. El ruido y el humo de los cigarrillos era el lugar óptimo para esa conversación a tres. Miguel dijo que él había arreglado todo. Los cheques que faltaban se adjudicaron a reparaciones inventadas de coches. Las facturas del taller mecánico eran similares a las de siempre que hacía falta hacer esas cosas: por cuestiones de impuestos o de inspecciones municipales que demandaban un “arreglo” con los inspectores. Por otra parte el Ford Falcon aparecía ya en exhibición, listo para la venta en la vidriera de la concesionaria. Salvador preguntó que hacía con la plata que había sobrado, una cantidad equivalente a la venta de cuatro coches nuevos. Miguel le dijo: “guardala vos, algún día encontrarás la mejor manera de usarla, eso sí, pasala a dólares, si no dentro de poco no va a valer nada”.
Todo el año siguiente a la fuga el departamento de la avenida Belgrano fue el lugar para ellos tres. Se amaron sabiendo que eso no podía durar. También Miguel era otro allí, de risa fácil y besos sin remilgos. Sus camisas almidonadas desentonaban con sus gestos sueltos y generosos. Le mentía a Delia como podía, mejor que lo que se mentía a sí mismo.
Y de repente todo terminó sin razón ni remedio, movido por la fuerza inexorable del vivir decorosamente. Silvia nunca supo detalles. No hubo explicaciones ni despedidas. Quedaron en su casa dos botellas de scotch, del mejor, nunca abiertas, y las tareas de siempre: las cuentas para pagar, la familia que hay que ver, el tedio y la seguridad de la “normalidad”.
Silvia dice con apuro que no importa lo que pasó después. “Después es la monotonía de siempre”, la escucho afirmar, y sé que estamos cerca del final, pero igual, con una necesidad de clausura para no negarme un epílogo, me cuenta en unos minutos haberse casado y separado, no haber tenido hijos, haberse enterado de la muerte de Miguel, no haber nunca más visto a Salvador después de que se jubiló, no haber sido nunca ni Ministro de Economía ni Presidente del BID.
Todavía había bastante tráfico en la avenida Belgrano cuando, después de un beso de compromiso y un adiós para siempre, a las dos de la mañana inicié la caminata de vuelta al hotel. Esa noche soñé con mi casa de Warnes, soñé que llovía y que de las goteras del techo viejo y nunca arreglado caía agua en chorros finos que mojaban las sábanas de la cama en que dormía.

4. La otra historia
Como todas las historias creíbles la de Silvia tampoco cerraba. ¿Qué le habrá dicho Salvador a Celia sobre la causa del regalo? ¿Y qué de Miguel y Salvador después de ese año?
De todas maneras, escuchame: nunca le voy a decir a Adriana lo que me parece que sé. La historia de Adriana es menos interesante pero más redonda. Quizás a ella esa redondez le sirva, o, a lo mejor, ella intuye otra pero no le gusta ese libro, como no le gustan los cuentos que yo escribo, los que no se entienden y tienen finales sin consuelo.
Apaguemos la luz y vamos a dormir, es tarde y mañana tengo que trabajar.

jueves, 25 de marzo de 2010

Pan

Bajaba por la calle Jordán en esa tarde otoñal de Madrid con el pan bajo el brazo al estilo parisino. Como siempre iba triturando pensamientos viejos y sombríos. Pensaba en los intestinos de los humanos, llenos de mierda, no por algún designio divino relacionado con la idea del mal y el bien, con lo puro y lo desechable, simplemente un resabio de eficiencia para sobrevivir producto de la evolución. Por más que presumiéramos son los intestinos y no el cerebro los que ocupan a nuestra circulación, litros y litros de sangre usados en máxima utilización de nuestra ingesta.

Si hubiera pasado en sentido contrario algún transeúnte podría haber visto, de haber mirado, los ojos idos y dilatados de ese hombre común llevando una barra de pan todavía tibia y crujiente. Siempre preguntándose porque él, ahí y ahora y después la eternidad sin él, allí y después.

Pero no pasó nadie en esa tarde a la hora del almuerzo, nadie que pudiera interrumpir la marcha cansada. Se le ocurrió que llevaba cerca del plexo casi la historia y la razón de ser de eso que llamamos sociedad. Agua, harina, trigo, comercio, dinero, papel para envolver, calles por donde caminar para ir a comprar, seis mil años de agricultura, descubrimiento de la levadura, y el fuego y sus secuelas combustibles como el petróleo que queman esos coches pasando por la avenida a la cual se aproxima.

Sonrió ligeramente, ese razonamiento le parecía casi literario, al borde de ser inteligente, un poco inútil como toda su filosofía de bolsillo, pero aún así la satisfacción borró por un instante la soledad.

Al llegar a la avenida vio al grupo de tres hombres que dormían en ese rincón, noche tras noche, con sus posesiones en carros de supermercado. Siempre había pensado que eran serbios, cosa que se había imaginado porque las veces que los había escuchado hablaban un idioma que le sonaba a eslavo, no era ninguna de las lenguas que conocía o reconocía, serbio entonces era suficientemente aproximado.

Se acercó, los tres hombres deben haber visto sus ojos, les ofreció el pan y les dijo que no había ninguna otra manera mejor de compartir la civilización, y que la gastronomía no era más que una variación ínfima. Uno de los hombres aceptó la ofrenda. Siguió andando, sin duda tendría que pensar en que otra cosa comería esa tarde.

En busca del rojo

I. El imperio.

Ese mes los empleados de la compañía de la que soy dueño y dirijo parecían todos embarcados en una confabulación mundana y banal. Todos tenían una razón para oponerse a uno u otro aspecto de los cambios que había anunciado en mi empresa. Lo que encontraba yo paradójico era que cuando hablaba con fulano me sentía convencido de la legitimidad de sus argumentos, pero lo mismo me pasaba con mengano, aunque este sostuviera lo diametralmente opuesto. Así pasé varias semanas de intranquilidad y zozobra, agregado a lo cual estaba la necesidad de tomar medidas para no seguir en el camino de la quiebra. Decidí tomarme unos días y me fui a la sierra. El paisaje era sereno y los colores del cielo contrastaban con mi desasosiego. Lo que más me confundía era que aun expuestas las medidas en forma casi matemática, es decir con lógica impecable, nadie parecía entender la situación del otro. Era casi como si los mundos de los empleados y el mío estuvieran en dimensiones dispares, entrecruzándose sin tocarse.

Esa noche bebí un poco más que lo habitual. El vino estaba estupendo. A la madrugada, casi despierto, todavía recordaba el sueño. Era yo el emperador de una región magnífica, llena de vides y olivos, donde el color rojo no existía. Había escuchado de viajeros de otros imperios muchas cosas sobre el rojo, entonces formé una comitiva. Mis obligaciones no me permitían ausentarme del Imperio. La tarea era viajar a lugares donde el rojo existía, averiguar lo máximo posible y volver con el informe correspondiente. No era posible traer algo rojo en sí, ya que las características de la región aniquilaban el color y lo transformaban inmediatamente en gris, color abundante en mi país. La comitiva volvió con el informe: durante horas se explayó sobre lo que se siente, sobre los contrastes de sus varias tonalidades, me contaron de atardeceres que no eran grises, sobre el rango de longitudes de onda que lo define.

Me levanté, sentí el sobresalto del emperador, el estupor helado de comprender de una vez y para siempre qué nunca sabría que es el rojo.


II. Caminos de siempre.

Finalmente, hace ya como un año, tomé las medidas necesarias en mi empresa y con satisfacción decidí empezar mi nueva rutina semanal de casi jubilado. Mi jubilación es una de las medidas que había anunciado en mi empresa, Ricardo se ha hecho cargo de la mayor parte de mis responsabilidades anteriores.

Ahora que estoy llegando a viejo, lo de mayor es un eufemismo bonito pero estéril, necesito tiempo a la mañana. Despertarme, hacerme el desayuno que incluye el capuchino espreso, ir al baño con tranquilidad, jugar con el Internet, hacerme ilusiones de que tengo alguna ocupación esperándome. Dos días por semana hago gimnasia de mantenimiento, lo que quiere decir que soy el único hombre entre treinta mujeres madrileñas que hablan sin cesar, siempre parecen tener lo que decir. Para mí en cambio el mantenimiento es sinónimo de silencio y sudor. El resto del día juego con que tendría que bajar de peso. Soy rubio y petisón, me gustan mis canas y me deprime mi panza. Sigo con mis ecuaciones gastadas, mi gimnasia de mantenimiento cerebral, siempre un poco asqueado de darme cuenta que hoy no sé mucho más, quizás bastante menos, que cuando tenía 20 años y era un estudiante prometedor. Entiéndase que me ha ido bien, pero con respecto a mis ambiciones de entonces soy un físico menor de Buenos Aires, aunque no he vivido allí mucho de adulto.

A veces mi rutina semanal consiste en leer. Soy un lector errático y reactivo. Leo lo que me cae en las manos, muy pocas veces voy a buscar libros, los encuentro, me los recomiendan, están ahí. Este mes estoy leyendo “Ese Infierno”, qué trivial parece mi vida ahora comparada con la de estas mujeres que pasaron y sobrevivieron a la ESMA[1]. Pensar que yo trabajaba en la acera de enfrente de la Libertador, mucho antes de que la ESMA fuera convertida en un campo de concentración “a la argentina”. La saqué barata, pienso, y me pregunto si nunca me metí “en la pesada” porque no entendía que querían los montoneros o porque mi instinto de supervivencia me impidió ese acto que, mirándolo desde ahora, hubiera sido absurdo, pero sin duda lejos de esta rutina.

Bueno ya es hora de ir a la cama, he matado un día más, superado ilusiones estúpidas de nuevos amores y amigos que me entiendan, puedo dormir tranquilo.


III. Una tarde en casa.

Mario bajó el libro y la miró, la extrañeza de verla ahí a ella también leyendo lo invadió por entero. ¿Quién era esa mujer con quien llevaba viviendo más de cuarenta años? Sintió deseos de mirarse al espejo, desistió. Sabía que solo podría agregar a esa sensación desapacible de vacío verse a él mismo con un rostro que parecería venir del futuro de su juventud ida y ya enterrada.

− ¿Qué estás leyendo, parecés muy concentrada, es el mismo libro de ayer?

La pregunta era un intento de calmarse, de tocar el recuerdo del amor lejano y gastado, de recobrar una parte de la ternura diaria.

−Sí, el mismo, dejame leer, no me interrumpas a cada rato como siempre

Ella lo dijo tratando de romper el recuerdo del amor lejano, en un intento de poblar el instante con el presente concreto y tangible, dolía demasiado recorrer el camino de siempre, jugar a reconocerse.

Él busco con un giro de cabeza la luz del balcón y encontró los árboles sin hojas, altos, esperando la primavera que no tardaría en llegar. Le ganó a las lágrimas y evocó la imagen deshilachada de hacer el amor, una, mil veces. De a poco pero apenas en un segundo apareció la película interior del reconocimiento, eran el mismo destino, la inconsolable separación de la muerte.

−Hoy hago la comida yo, seguí leyendo, te llamo cuando esté

Ella lo miró y como siempre comprendió la extrañeza, sintiendo también la urgencia del espejo, se resistió, una breve sombra con su propio rostro se movió con presteza en ese instante de su memoria. ¿Para qué mirarse? Si ya, como siempre, se habían reencontrado.

Él decidió que cocinaría pasta, fácil y contundente, había ya demasiado sutileza esa mañana.


IV. Warnes.

Describir es congelar y es también dar vida a lo que nunca existió como lo veo ahora. ¿Quién fui? ¿Si hubiera una respuesta ayudaría a saber quién soy ahora?

Tengo seis o siete años y ya sé multiplicar y dividir. Escucho teatro por la radio. El otro día vi a Perón en la pantalla chica de blanco y negro, la que miran ensimismados todos en el bar de al lado de casa. Soy un judío petiso y gordito. Juego al futbol en la acera con los chicos de la cuadra, tapitas de Coca Cola por pelota. Juego a las bolitas, me peleo poco, muchas cosas me dan miedo. Sigo sin entender por qué mi madre me dice que el futbol es de “goim” y los chicos del bar de la esquina me dicen que maté a Cristo cuando me ven no santiguarme al paso de la carroza camino al cementerio de La Chacarita, tirada por caballos cuyo trote rebota en los adoquines. Uso pantalones cortos y voy vestido al borde del desaliño. Pienso a veces como si fuera grande y ya le temo a mi muerte. No logro descifrar si amo a mi madre, sé qué extraño tener un padre más presente. Reconozco su vuelta diaria desde el balcón bajo del dormitorio por su tos de fumador constante y sé que lo quiero. Mi hermana, y mi hermano que me sigue a todas partes, están. Escribo composiciones cursis y hablo de cosas que no entiendo. Me avergüenzo seguido de quién soy, me gustaría ser alto y delgado. Me molestan mi madre y su madre cuando hablan idish para que no las entienda. Me hace sentir distinto, quizás si maté a Cristo, pero de eso no me acuerdo. Me gusta la lluvia, mojarme en la lluvia. Ganar a las figuritas. Soñar con ser fuerte y con ganar en las peleas. Tengo ojos claros y me enfermo mucho. Fui salvado por la estreptomicina de mercado negro cuando la penicilina no curaba ya mis infecciones de oído. Detesto a la doctora a la que me llevan, se duerme cuando me ausculta, me hace esperar horas en medio de la fiebre y la ansiedad. Nunca tuve una bicicleta y se rompió mi primer triciclo el mismo día de su estreno. Sueño con la número 5, me regalan para reyes una número 3 ovalada comprada en Capicúa, la papelería quiosco de la otra esquina. Los barquitos de papel que hago navegan por Warnes inundada, declive casi imperceptible que justifica la corriente que los lleva más allá de mi calle y más aquí de mi imaginación. Me llaman Mario y algún día escribiré ecuaciones y poemas y desearé con toda mi alma haber aprendido el odiado idish. Amaré, seré amado y me aproximaré a mi muerte de la misma manera irrelevante de casi todos.

Describir es congelar y por eso me gustaría conversar con vos, que te me escapás de las fotos como un holograma evanescente y te me aparecés en pequeñeces como si de verdad hubieras ocurrido no solo en mi memoria.

V. La llamada.

El teléfono sonó con vehemencia. En un solo movimiento miré el reloj y contesté la llamada. Dos y media de la mañana. No me asusté mucho, estaba demasiado dormido y todavía en la neblina del sueño que ya no recordaba. Una voz que conocía de algún lado me decía en español pero con pronunciación francesa de la erre:

-Mario, ¿sos vos? Te habla Julio

-Julio, ¿qué Julio? ¡Ah! Sí habla Mario ¿me hablás de París?

- No, desde que estoy muerto siempre en Buenos Aires, lo de París fue como lo del tango, para poder hacerme conocer

- ¿Te puedo llamar Julio?

- Sí dale pibe, después de todo yo te traté directamente por tu nombre

-Bueno, es diferente, yo soy un físico menor de Buenos Aires, tallerista de escritura creativa que trata de no plagiar de forma abierta a los tipos como vos, los que de verdad escriben, che. De paso te digo Julio que estuve re-leyendo tu novela “Los Premios”, no que sea importante para vos, ya que la deben haber leído muchos millones más de paparulos como yo

- Escuchame Mario, te llamo porque me enteré por ahí que no leíste “Rayuela” y desde ayer me anda molestando esta omisión imperdonable, no que cambie mucho el destino de la humanidad si lo leés o no, pero viejo, ¿cómo puede ser?

- Mirá Julio, cada vez entiendo menos, ¿cómo puede ser importante para vos, famoso, muerto y todo, si yo leí tu “Rayuela”?, tendría que ser tan insignificante como una paja más en un quilombo

-No importa por qué, tenés que leerlo, es un “must do”

-Che, pero por qué encima de todo me lo chamuyás en inglés, sé que es un “must do”. Lo tengo en casa y miro la tapa, lo hojeo, leo dos líneas y lo dejo, hace ya de esto unos 40 años. ¿Pero podrías perdonarme, no? Leí “Los Premios” dos veces. No concibo como un libro ya publicado pudo cambiar tanto en estos años

-¿Estás seguro que leíste mi libro “Los Premios” las dos veces de la que hablás?

- No, no estoy seguro de nada. Dejame contarte, ya que te tengo en el teléfono y dios sabe si volveremos a hablar, que tu libro, o tus dos libros, fueron muy importante para mí. Muchas veces soñé con la idea de sentarme a tomar vino con vos, ¿sabés? No sé que te hubiera dicho, sobre todo si empezabas con tus erudiciones incomprensibles al estilo Persio, tu personaje, ¿o es al revés?, ¿Persio es el autor y vos sos su personaje?

-Bueno dejate de pavadas Mario, se está haciendo tarde, sobre todo para vos porqué yo estoy en hora Buenos Aires, y contame por qué “Los Premios” fue tan importante para vos. Puede que si tu historia es buena te perdone, o te deje a vos que te perdones, por lo de “Rayuela”

- Mirá Julio, el primer libro lo leí hace ya más de treinta años. Creí que era una alegoría de la Argentina y no les di mucha bola a tus personajes. Para mí fue una corroboración de que nuestro país era un absurdo a la deriva, gobernado por chantas autocráticos amparados por la estupidez de la mayoría. En el segundo libro, que terminé hace una semana, me vi en más de uno de tus personajes. Especialmente en el tránsito desde venir de la mersada, como el Pelusa, y tratar de ser como, digamos, Medrano. Para ser Persio no me da. Me vi en tu libro cruzando en edad y clase sin nunca salir de la tribu, unida por el absurdo de un acuerdo lingüístico y algunos tangos, y quizás, y no lo digo para que me perdonés, algunos libros como los tuyos, que hacen que no seamos solo un montón de vacas rodeadas de gente vociferante y de mal gusto

- Bueno te voy a colgar. Tengo muchos otros llamados para hacer

-Chau Julio

Chau Julio, chau Julio, estas dos palabras rebotaron y rebotaron en el dormitorio. Eran ya las 3 menos cuarto de la mañana hora Madrid, ni las 11 de la noche en Buenos Aires, donde hace ya 30 años que no vivo. Julio estaría buscando una pizzería para cenar, me dormí de vuelta con la promesa de siempre: “Mañana empiezo Rayuela”.

VI. Aun así. Memoria del Holocausto.

¿Pero qué importa?

Seremos polvo

La eternidad tiene infinita paciencia

La memoria será nada

El planeta se convertirá en plasma

Parte mínima de materia imponderable

Y sin embargo

Sin esa aspiración a ordenar el caos

En definir lo justo

En confiar en que mas allá de nuestra muerte

Habrá algo aquí que tiene sentido hoy

Ese ínfimo instante que existimos

Carecería de dignidad

Y sin ella el único sentido de vivir es vivir

Por eso, y a pesar de ello

Seguir desgastando el abismo

Es casi lo único

Más el amor que no tiene ni necesita sentido

Los recordaré con mi presencia efímera

Trataré que estén contenidos en la memoria de mis nietos

Y que más

Pero que menos

[1] Escuela de Mecánica de la Armada situada en la zona norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Desde 1976 hasta 1983 fue convertida en un campo de concentración, tortura y exterminación por la Marina Argentina. Designada como Museo de la Memoria en 2004 aún no ha abierto sus puertas al público.