el camino y nada más;
(Antonio Machado)
Huellas, de dinosaurio, de sangre, de recién nacidos, dactilares, en la profesión, en la vida de los demás, en la literatura. El olvido, lejía perfecta del tiempo. Todo una cuestión de la magnificación de la lente del microscopio que se use.
Iba pensando en esas tonteras en que piensan los narcisistas que son muchos, obsesivos y además aburridos. En eso también iba pensando. Siguiendo culos de mujeres, que caminan las calles de Madrid con prisa y sin destino.
¿Cuánto hacía que sentía esa melancolía por un amor instantáneo de fotografías indelebles de películas y libros?
Y sin embargo podría haber suerte esta tarde de otoño, y alguna de esas bellas ideales con botas de jinete y paso de seguridad absoluta se diera vuelta conmovida por sus ojos castaños y grandes de sinceridad total, y le dijera: -“nunca vi a alguien como tu, ¿tomamos un café?”.
La última a la que había prestado atención dobló en la esquina, el continuó sin desviarse como siempre, ya el recuerdo del deseo y la ensoñación desapareciendo entre los ruidos de bocinas y los golpes leves, irritantes, de los transeúntes.
Paró en un café, las dos horas y medio de caminar sin rumbo lo tenían harto y triste; tanto que en ese momento hasta la muerte inconcebible le parecía descanso.
Los dinosaurios, ¿habrían sido felices?
El café estaba frío y mediocre. Miró atrás, nadie. Anochecía sin gloria. El Prozac no estaba haciendo efecto alguno, ese pelotudo de su sicoanalista no sabía nada, igual que todos. Todos iguales, cortados por el molde del idioma como flanes de fábrica, y todos pensándose distintos. Todo una cuestión de la lente del microscopio.
Si pudiera perder el deseo vendría el reposo. Pero la calle, a pesar de todo, estaba llena de misterios probables y por azar solamente, sin tener que hablar, quizás la próxima vez, quien lo sabía.
Volvió a casa, como todas las noches, a lo mejor mañana se dijo, se masturbó sin entusiasmo y se durmió adivinando las huellas de otro día en el cielorraso descolorido.
Eduardo Waisman. Madrid, 8 de Octubre de 2008.
Iba pensando en esas tonteras en que piensan los narcisistas que son muchos, obsesivos y además aburridos. En eso también iba pensando. Siguiendo culos de mujeres, que caminan las calles de Madrid con prisa y sin destino.
¿Cuánto hacía que sentía esa melancolía por un amor instantáneo de fotografías indelebles de películas y libros?
Y sin embargo podría haber suerte esta tarde de otoño, y alguna de esas bellas ideales con botas de jinete y paso de seguridad absoluta se diera vuelta conmovida por sus ojos castaños y grandes de sinceridad total, y le dijera: -“nunca vi a alguien como tu, ¿tomamos un café?”.
La última a la que había prestado atención dobló en la esquina, el continuó sin desviarse como siempre, ya el recuerdo del deseo y la ensoñación desapareciendo entre los ruidos de bocinas y los golpes leves, irritantes, de los transeúntes.
Paró en un café, las dos horas y medio de caminar sin rumbo lo tenían harto y triste; tanto que en ese momento hasta la muerte inconcebible le parecía descanso.
Los dinosaurios, ¿habrían sido felices?
El café estaba frío y mediocre. Miró atrás, nadie. Anochecía sin gloria. El Prozac no estaba haciendo efecto alguno, ese pelotudo de su sicoanalista no sabía nada, igual que todos. Todos iguales, cortados por el molde del idioma como flanes de fábrica, y todos pensándose distintos. Todo una cuestión de la lente del microscopio.
Si pudiera perder el deseo vendría el reposo. Pero la calle, a pesar de todo, estaba llena de misterios probables y por azar solamente, sin tener que hablar, quizás la próxima vez, quien lo sabía.
Volvió a casa, como todas las noches, a lo mejor mañana se dijo, se masturbó sin entusiasmo y se durmió adivinando las huellas de otro día en el cielorraso descolorido.
Eduardo Waisman. Madrid, 8 de Octubre de 2008.
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