Vivo entre libros. No, no es que lea mucho o habite en una biblioteca, pero desde hace un tiempo me siento como una bola de billar rebotando entre las palabras de los libros que he leído y de aquellos que no he leído y nunca leeré. Y aún cuando en uno de esos saltos fortuitos me encuentro fuera de ellos es como si hubiera otra pared de letras de los todavía no escritos que me empuja de vuelta hacia el principio.
Estaba el otro día en eso cuando mi amigo el matemático Lucio, el que sostiene que escucha la música y el contrapunto de lógica y axiomas, me contó esto que referiré lo mejor que mi memoria atrapada en volúmenes mal acomodados me permita.
Lucio comienza el relato preguntándome -¿Cuál es la distancia más corta entre dos puntos en un plano? A lo que respondo sin un segundo de hesitación: -la dada por un segmento de recta que pasa por ellos. –Bravo, bravo, me dice. Y comienza el relato de cómo Johann Bernoulli al final del siglo XVII encontró la manera de probar este hecho rigurosamente, y además de resolver el problema de la braquistocrona, la curva que debe tener un “tobogán” para que un objeto, en la ausencia de fricción, tarde el tiempo más corto posible en su descenso desde una altura dada. Después de esto Lucio me cuenta como pasó dos noches sin dormir tratando de entender el problema de mínima distancia en el plano, pero agregando la condición de que en los puntos inicial y final la dirección de salida y llegada de la curva sean prescriptas. Me dice con los ojos casi con lágrimas que no lo pudo resolver, y que cuando fue a los libros y los artículos encontró que había sido atacado y finiquitado por Andrey Markov en 1889 para resolver el pragmático asunto de diseñar vías de ferrocarril utilizando la mínima cantidad de rieles compatible con la condición de que el tren debe poder girar sin descarrilar.
Esa noche Bernoulli y Markov me visitaron en mi sueño intranquilo. Empecé soñando que esta vez rebotaba no entre palabras sino entre fórmulas en magníficas letras griegas de caligrafía exquisita. Cada vez que me golpeaba contra una fórmula o un dibujo geométrico, una voz me decía, cada vez en idiomas distintos, algo que apenas lograba oír y mucho menos comprender. Mi amigo Lucio, inalcanzable, tarareaba; estaba despeinado y ojeroso; no me veía. Cuando Bernoulli llegó lo reconocí enseguida, mi escaso francés fue suficiente como para saludarlo, como a un rey. Markov no podía ser más ruso y cojeaba apoyándose en su bastón. A él no supe como darle la bienvenida. Era imponente ver a estos dos hombres sentados a la orilla de mi cama, abrir sus cuadernos y mostrarse sus notas. Lucio no era más que una aparición, una suerte de destellos diciendo en un castellano maravilloso –hijos de puta, como habéis podido inventar tanto, como os ha sido dado lo que nunca tendré, mi reverencia por vosotros es casi tan grande como mi odio. Repetía esto siempre sin verme y se iba de mi campo visual.
La mañana siguiente el espléndido sol de Madrid fue, como podría decirlo; normal. Estaba sin embargo invadido de asombro. ¿Por qué me habían visitado esos fantasmas? ¿Por qué a mi, por qué ellos? Sabía que nunca lo sabría, fue en ese momento que decidí que tenía que cambiar de vida.
Guía de Turismo y Encuentros Casuales
Siempre pensó que él no era nada más que las historias que se contaba de sí mismo. Como todos. Incapaz de desprenderse de su hartazgo de ninguna otra manera decidió cambiar la narración. ¿Cómo hacerlo? Iría esa misma mañana a la estación central de trenes de la ciudad y se despediría de sus cuentos pasados. Limpiaría la memoria de basura y reaparecería en un nuevo relato. Marcó el teléfono de la oficina y cuando atendió Mabel le dijo que no lo esperaran, si quizás alguien lo esperaba, no existiría más, y ni siquiera hacía falta una nota de suicidio, no se iba a matar, se iba a despedir. Escuchó la voz de Mabel con tono de protesta y asombro, colgó sin escuchar lo que decía.
Caminaba por las calles con la medida justa de quien va a encontrarse con un nuevo destino. Unas veinte cuadras. Mucha gente iba y venía, los miraba desde unos diez centímetros por encima, salvo alguno que otro que estaba a su nivel.
Al pasar del sol a la sombra se quitó el pull-over, se rascó la mejilla, giró la cabeza de izquierda a derecha antes de cruzar la última calle. La mayoría de los caminantes marchaban en el mismo sentido, casi a la misma velocidad.
Estaba el otro día en eso cuando mi amigo el matemático Lucio, el que sostiene que escucha la música y el contrapunto de lógica y axiomas, me contó esto que referiré lo mejor que mi memoria atrapada en volúmenes mal acomodados me permita.
Lucio comienza el relato preguntándome -¿Cuál es la distancia más corta entre dos puntos en un plano? A lo que respondo sin un segundo de hesitación: -la dada por un segmento de recta que pasa por ellos. –Bravo, bravo, me dice. Y comienza el relato de cómo Johann Bernoulli al final del siglo XVII encontró la manera de probar este hecho rigurosamente, y además de resolver el problema de la braquistocrona, la curva que debe tener un “tobogán” para que un objeto, en la ausencia de fricción, tarde el tiempo más corto posible en su descenso desde una altura dada. Después de esto Lucio me cuenta como pasó dos noches sin dormir tratando de entender el problema de mínima distancia en el plano, pero agregando la condición de que en los puntos inicial y final la dirección de salida y llegada de la curva sean prescriptas. Me dice con los ojos casi con lágrimas que no lo pudo resolver, y que cuando fue a los libros y los artículos encontró que había sido atacado y finiquitado por Andrey Markov en 1889 para resolver el pragmático asunto de diseñar vías de ferrocarril utilizando la mínima cantidad de rieles compatible con la condición de que el tren debe poder girar sin descarrilar.
Esa noche Bernoulli y Markov me visitaron en mi sueño intranquilo. Empecé soñando que esta vez rebotaba no entre palabras sino entre fórmulas en magníficas letras griegas de caligrafía exquisita. Cada vez que me golpeaba contra una fórmula o un dibujo geométrico, una voz me decía, cada vez en idiomas distintos, algo que apenas lograba oír y mucho menos comprender. Mi amigo Lucio, inalcanzable, tarareaba; estaba despeinado y ojeroso; no me veía. Cuando Bernoulli llegó lo reconocí enseguida, mi escaso francés fue suficiente como para saludarlo, como a un rey. Markov no podía ser más ruso y cojeaba apoyándose en su bastón. A él no supe como darle la bienvenida. Era imponente ver a estos dos hombres sentados a la orilla de mi cama, abrir sus cuadernos y mostrarse sus notas. Lucio no era más que una aparición, una suerte de destellos diciendo en un castellano maravilloso –hijos de puta, como habéis podido inventar tanto, como os ha sido dado lo que nunca tendré, mi reverencia por vosotros es casi tan grande como mi odio. Repetía esto siempre sin verme y se iba de mi campo visual.
La mañana siguiente el espléndido sol de Madrid fue, como podría decirlo; normal. Estaba sin embargo invadido de asombro. ¿Por qué me habían visitado esos fantasmas? ¿Por qué a mi, por qué ellos? Sabía que nunca lo sabría, fue en ese momento que decidí que tenía que cambiar de vida.
Guía de Turismo y Encuentros Casuales
Siempre pensó que él no era nada más que las historias que se contaba de sí mismo. Como todos. Incapaz de desprenderse de su hartazgo de ninguna otra manera decidió cambiar la narración. ¿Cómo hacerlo? Iría esa misma mañana a la estación central de trenes de la ciudad y se despediría de sus cuentos pasados. Limpiaría la memoria de basura y reaparecería en un nuevo relato. Marcó el teléfono de la oficina y cuando atendió Mabel le dijo que no lo esperaran, si quizás alguien lo esperaba, no existiría más, y ni siquiera hacía falta una nota de suicidio, no se iba a matar, se iba a despedir. Escuchó la voz de Mabel con tono de protesta y asombro, colgó sin escuchar lo que decía.
Caminaba por las calles con la medida justa de quien va a encontrarse con un nuevo destino. Unas veinte cuadras. Mucha gente iba y venía, los miraba desde unos diez centímetros por encima, salvo alguno que otro que estaba a su nivel.
Al pasar del sol a la sombra se quitó el pull-over, se rascó la mejilla, giró la cabeza de izquierda a derecha antes de cruzar la última calle. La mayoría de los caminantes marchaban en el mismo sentido, casi a la misma velocidad.
La estación estaba llena de olor a sándwiches de milanesa. Unos cuantos transeúntes, de pie y con mordiscones rápidos devoraban. El ruido del masticar se unía con los anuncios de los trenes que llegaban y partían.
No había pensado en que lugar exacto de la estación sería la ceremonia. Recorrió unos doscientos metros evitando chocar con las valijas de los viajantes. Decidió subir al primer piso. Se sentó en el bar desde donde se podía apreciar el movimiento al azar de los comensales involuntarios de su renacimiento. Miró para todos lados y no encontró ningún espejo, mejor así, las imágenes solo podrían contaminar sus futuros recuerdos.
Eligió al joven que estaba unos treinta metros hacia la izquierda de la baranda, andaba con prisa con su sobretodo marrón y parecía dirigirse al andén 17. Buen presagio, número primo. En el tablero, unos cincuenta metros a derecha del bar, las letras rojas decían el destino: Cabo Blanco, 11:12hs, tren 43 expreso, otra buena señal. Ese joven, que ya estaba a punto de desaparecer en el túnel que llevaba al andén sería su nueva historia. Se despidió sin congojas.
Una nota mínima del diario de la noche señaló la circunstancia un tanto extraña del hallazgo en la Estación Central de una pila de ropa perteneciente probablemente a un hombre alto y pulcro, a juzgar por la limpieza de la ropa interior y la camisa planchada, al lado de una libreta con anotaciones crípticas que hablaba de literatura olvidada de algún siglo pasado, y pegados sobre la última hoja los retratos de Andrey Markov y Johann Bernoulli, en la misma página. Otra nota del diario de Cabo Blanco, con circulación de 1037 ejemplares, señalaba la alegría de esa comunidad progresista y culta, por la vuelta de su ciudadano mas destacado, premiado en el concurso de la gran ciudad por su colección de Guías de Turismo y Encuentros Casuales.
Eduardo Waisman. Madrid 9 de noviembre de 2008.
No había pensado en que lugar exacto de la estación sería la ceremonia. Recorrió unos doscientos metros evitando chocar con las valijas de los viajantes. Decidió subir al primer piso. Se sentó en el bar desde donde se podía apreciar el movimiento al azar de los comensales involuntarios de su renacimiento. Miró para todos lados y no encontró ningún espejo, mejor así, las imágenes solo podrían contaminar sus futuros recuerdos.
Eligió al joven que estaba unos treinta metros hacia la izquierda de la baranda, andaba con prisa con su sobretodo marrón y parecía dirigirse al andén 17. Buen presagio, número primo. En el tablero, unos cincuenta metros a derecha del bar, las letras rojas decían el destino: Cabo Blanco, 11:12hs, tren 43 expreso, otra buena señal. Ese joven, que ya estaba a punto de desaparecer en el túnel que llevaba al andén sería su nueva historia. Se despidió sin congojas.
Una nota mínima del diario de la noche señaló la circunstancia un tanto extraña del hallazgo en la Estación Central de una pila de ropa perteneciente probablemente a un hombre alto y pulcro, a juzgar por la limpieza de la ropa interior y la camisa planchada, al lado de una libreta con anotaciones crípticas que hablaba de literatura olvidada de algún siglo pasado, y pegados sobre la última hoja los retratos de Andrey Markov y Johann Bernoulli, en la misma página. Otra nota del diario de Cabo Blanco, con circulación de 1037 ejemplares, señalaba la alegría de esa comunidad progresista y culta, por la vuelta de su ciudadano mas destacado, premiado en el concurso de la gran ciudad por su colección de Guías de Turismo y Encuentros Casuales.
Eduardo Waisman. Madrid 9 de noviembre de 2008.
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