Bajaba por la calle Jordán en esa tarde otoñal de Madrid con el pan bajo el brazo al estilo parisino. Como siempre iba triturando pensamientos viejos y sombríos. Pensaba en los intestinos de los humanos, llenos de mierda, no por algún designio divino relacionado con la idea del mal y el bien, con lo puro y lo desechable, simplemente un resabio de eficiencia para sobrevivir producto de la evolución. Por más que presumiéramos son los intestinos y no el cerebro los que ocupan a nuestra circulación, litros y litros de sangre usados en máxima utilización de nuestra ingesta.
Si hubiera pasado en sentido contrario algún transeúnte podría haber visto, de haber mirado, los ojos idos y dilatados de ese hombre común llevando una barra de pan todavía tibia y crujiente. Siempre preguntándose porque él, ahí y ahora y después la eternidad sin él, allí y después.
Pero no pasó nadie en esa tarde a la hora del almuerzo, nadie que pudiera interrumpir la marcha cansada. Se le ocurrió que llevaba cerca del plexo casi la historia y la razón de ser de eso que llamamos sociedad. Agua, harina, trigo, comercio, dinero, papel para envolver, calles por donde caminar para ir a comprar, seis mil años de agricultura, descubrimiento de la levadura, y el fuego y sus secuelas combustibles como el petróleo que queman esos coches pasando por la avenida a la cual se aproxima.
Sonrió ligeramente, ese razonamiento le parecía casi literario, al borde de ser inteligente, un poco inútil como toda su filosofía de bolsillo, pero aún así la satisfacción borró por un instante la soledad.
Al llegar a la avenida vio al grupo de tres hombres que dormían en ese rincón, noche tras noche, con sus posesiones en carros de supermercado. Siempre había pensado que eran serbios, cosa que se había imaginado porque las veces que los había escuchado hablaban un idioma que le sonaba a eslavo, no era ninguna de las lenguas que conocía o reconocía, serbio entonces era suficientemente aproximado.
Se acercó, los tres hombres deben haber visto sus ojos, les ofreció el pan y les dijo que no había ninguna otra manera mejor de compartir la civilización, y que la gastronomía no era más que una variación ínfima. Uno de los hombres aceptó la ofrenda. Siguió andando, sin duda tendría que pensar en que otra cosa comería esa tarde.
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