jueves, 25 de marzo de 2010

En busca del rojo

I. El imperio.

Ese mes los empleados de la compañía de la que soy dueño y dirijo parecían todos embarcados en una confabulación mundana y banal. Todos tenían una razón para oponerse a uno u otro aspecto de los cambios que había anunciado en mi empresa. Lo que encontraba yo paradójico era que cuando hablaba con fulano me sentía convencido de la legitimidad de sus argumentos, pero lo mismo me pasaba con mengano, aunque este sostuviera lo diametralmente opuesto. Así pasé varias semanas de intranquilidad y zozobra, agregado a lo cual estaba la necesidad de tomar medidas para no seguir en el camino de la quiebra. Decidí tomarme unos días y me fui a la sierra. El paisaje era sereno y los colores del cielo contrastaban con mi desasosiego. Lo que más me confundía era que aun expuestas las medidas en forma casi matemática, es decir con lógica impecable, nadie parecía entender la situación del otro. Era casi como si los mundos de los empleados y el mío estuvieran en dimensiones dispares, entrecruzándose sin tocarse.

Esa noche bebí un poco más que lo habitual. El vino estaba estupendo. A la madrugada, casi despierto, todavía recordaba el sueño. Era yo el emperador de una región magnífica, llena de vides y olivos, donde el color rojo no existía. Había escuchado de viajeros de otros imperios muchas cosas sobre el rojo, entonces formé una comitiva. Mis obligaciones no me permitían ausentarme del Imperio. La tarea era viajar a lugares donde el rojo existía, averiguar lo máximo posible y volver con el informe correspondiente. No era posible traer algo rojo en sí, ya que las características de la región aniquilaban el color y lo transformaban inmediatamente en gris, color abundante en mi país. La comitiva volvió con el informe: durante horas se explayó sobre lo que se siente, sobre los contrastes de sus varias tonalidades, me contaron de atardeceres que no eran grises, sobre el rango de longitudes de onda que lo define.

Me levanté, sentí el sobresalto del emperador, el estupor helado de comprender de una vez y para siempre qué nunca sabría que es el rojo.


II. Caminos de siempre.

Finalmente, hace ya como un año, tomé las medidas necesarias en mi empresa y con satisfacción decidí empezar mi nueva rutina semanal de casi jubilado. Mi jubilación es una de las medidas que había anunciado en mi empresa, Ricardo se ha hecho cargo de la mayor parte de mis responsabilidades anteriores.

Ahora que estoy llegando a viejo, lo de mayor es un eufemismo bonito pero estéril, necesito tiempo a la mañana. Despertarme, hacerme el desayuno que incluye el capuchino espreso, ir al baño con tranquilidad, jugar con el Internet, hacerme ilusiones de que tengo alguna ocupación esperándome. Dos días por semana hago gimnasia de mantenimiento, lo que quiere decir que soy el único hombre entre treinta mujeres madrileñas que hablan sin cesar, siempre parecen tener lo que decir. Para mí en cambio el mantenimiento es sinónimo de silencio y sudor. El resto del día juego con que tendría que bajar de peso. Soy rubio y petisón, me gustan mis canas y me deprime mi panza. Sigo con mis ecuaciones gastadas, mi gimnasia de mantenimiento cerebral, siempre un poco asqueado de darme cuenta que hoy no sé mucho más, quizás bastante menos, que cuando tenía 20 años y era un estudiante prometedor. Entiéndase que me ha ido bien, pero con respecto a mis ambiciones de entonces soy un físico menor de Buenos Aires, aunque no he vivido allí mucho de adulto.

A veces mi rutina semanal consiste en leer. Soy un lector errático y reactivo. Leo lo que me cae en las manos, muy pocas veces voy a buscar libros, los encuentro, me los recomiendan, están ahí. Este mes estoy leyendo “Ese Infierno”, qué trivial parece mi vida ahora comparada con la de estas mujeres que pasaron y sobrevivieron a la ESMA[1]. Pensar que yo trabajaba en la acera de enfrente de la Libertador, mucho antes de que la ESMA fuera convertida en un campo de concentración “a la argentina”. La saqué barata, pienso, y me pregunto si nunca me metí “en la pesada” porque no entendía que querían los montoneros o porque mi instinto de supervivencia me impidió ese acto que, mirándolo desde ahora, hubiera sido absurdo, pero sin duda lejos de esta rutina.

Bueno ya es hora de ir a la cama, he matado un día más, superado ilusiones estúpidas de nuevos amores y amigos que me entiendan, puedo dormir tranquilo.


III. Una tarde en casa.

Mario bajó el libro y la miró, la extrañeza de verla ahí a ella también leyendo lo invadió por entero. ¿Quién era esa mujer con quien llevaba viviendo más de cuarenta años? Sintió deseos de mirarse al espejo, desistió. Sabía que solo podría agregar a esa sensación desapacible de vacío verse a él mismo con un rostro que parecería venir del futuro de su juventud ida y ya enterrada.

− ¿Qué estás leyendo, parecés muy concentrada, es el mismo libro de ayer?

La pregunta era un intento de calmarse, de tocar el recuerdo del amor lejano y gastado, de recobrar una parte de la ternura diaria.

−Sí, el mismo, dejame leer, no me interrumpas a cada rato como siempre

Ella lo dijo tratando de romper el recuerdo del amor lejano, en un intento de poblar el instante con el presente concreto y tangible, dolía demasiado recorrer el camino de siempre, jugar a reconocerse.

Él busco con un giro de cabeza la luz del balcón y encontró los árboles sin hojas, altos, esperando la primavera que no tardaría en llegar. Le ganó a las lágrimas y evocó la imagen deshilachada de hacer el amor, una, mil veces. De a poco pero apenas en un segundo apareció la película interior del reconocimiento, eran el mismo destino, la inconsolable separación de la muerte.

−Hoy hago la comida yo, seguí leyendo, te llamo cuando esté

Ella lo miró y como siempre comprendió la extrañeza, sintiendo también la urgencia del espejo, se resistió, una breve sombra con su propio rostro se movió con presteza en ese instante de su memoria. ¿Para qué mirarse? Si ya, como siempre, se habían reencontrado.

Él decidió que cocinaría pasta, fácil y contundente, había ya demasiado sutileza esa mañana.


IV. Warnes.

Describir es congelar y es también dar vida a lo que nunca existió como lo veo ahora. ¿Quién fui? ¿Si hubiera una respuesta ayudaría a saber quién soy ahora?

Tengo seis o siete años y ya sé multiplicar y dividir. Escucho teatro por la radio. El otro día vi a Perón en la pantalla chica de blanco y negro, la que miran ensimismados todos en el bar de al lado de casa. Soy un judío petiso y gordito. Juego al futbol en la acera con los chicos de la cuadra, tapitas de Coca Cola por pelota. Juego a las bolitas, me peleo poco, muchas cosas me dan miedo. Sigo sin entender por qué mi madre me dice que el futbol es de “goim” y los chicos del bar de la esquina me dicen que maté a Cristo cuando me ven no santiguarme al paso de la carroza camino al cementerio de La Chacarita, tirada por caballos cuyo trote rebota en los adoquines. Uso pantalones cortos y voy vestido al borde del desaliño. Pienso a veces como si fuera grande y ya le temo a mi muerte. No logro descifrar si amo a mi madre, sé qué extraño tener un padre más presente. Reconozco su vuelta diaria desde el balcón bajo del dormitorio por su tos de fumador constante y sé que lo quiero. Mi hermana, y mi hermano que me sigue a todas partes, están. Escribo composiciones cursis y hablo de cosas que no entiendo. Me avergüenzo seguido de quién soy, me gustaría ser alto y delgado. Me molestan mi madre y su madre cuando hablan idish para que no las entienda. Me hace sentir distinto, quizás si maté a Cristo, pero de eso no me acuerdo. Me gusta la lluvia, mojarme en la lluvia. Ganar a las figuritas. Soñar con ser fuerte y con ganar en las peleas. Tengo ojos claros y me enfermo mucho. Fui salvado por la estreptomicina de mercado negro cuando la penicilina no curaba ya mis infecciones de oído. Detesto a la doctora a la que me llevan, se duerme cuando me ausculta, me hace esperar horas en medio de la fiebre y la ansiedad. Nunca tuve una bicicleta y se rompió mi primer triciclo el mismo día de su estreno. Sueño con la número 5, me regalan para reyes una número 3 ovalada comprada en Capicúa, la papelería quiosco de la otra esquina. Los barquitos de papel que hago navegan por Warnes inundada, declive casi imperceptible que justifica la corriente que los lleva más allá de mi calle y más aquí de mi imaginación. Me llaman Mario y algún día escribiré ecuaciones y poemas y desearé con toda mi alma haber aprendido el odiado idish. Amaré, seré amado y me aproximaré a mi muerte de la misma manera irrelevante de casi todos.

Describir es congelar y por eso me gustaría conversar con vos, que te me escapás de las fotos como un holograma evanescente y te me aparecés en pequeñeces como si de verdad hubieras ocurrido no solo en mi memoria.

V. La llamada.

El teléfono sonó con vehemencia. En un solo movimiento miré el reloj y contesté la llamada. Dos y media de la mañana. No me asusté mucho, estaba demasiado dormido y todavía en la neblina del sueño que ya no recordaba. Una voz que conocía de algún lado me decía en español pero con pronunciación francesa de la erre:

-Mario, ¿sos vos? Te habla Julio

-Julio, ¿qué Julio? ¡Ah! Sí habla Mario ¿me hablás de París?

- No, desde que estoy muerto siempre en Buenos Aires, lo de París fue como lo del tango, para poder hacerme conocer

- ¿Te puedo llamar Julio?

- Sí dale pibe, después de todo yo te traté directamente por tu nombre

-Bueno, es diferente, yo soy un físico menor de Buenos Aires, tallerista de escritura creativa que trata de no plagiar de forma abierta a los tipos como vos, los que de verdad escriben, che. De paso te digo Julio que estuve re-leyendo tu novela “Los Premios”, no que sea importante para vos, ya que la deben haber leído muchos millones más de paparulos como yo

- Escuchame Mario, te llamo porque me enteré por ahí que no leíste “Rayuela” y desde ayer me anda molestando esta omisión imperdonable, no que cambie mucho el destino de la humanidad si lo leés o no, pero viejo, ¿cómo puede ser?

- Mirá Julio, cada vez entiendo menos, ¿cómo puede ser importante para vos, famoso, muerto y todo, si yo leí tu “Rayuela”?, tendría que ser tan insignificante como una paja más en un quilombo

-No importa por qué, tenés que leerlo, es un “must do”

-Che, pero por qué encima de todo me lo chamuyás en inglés, sé que es un “must do”. Lo tengo en casa y miro la tapa, lo hojeo, leo dos líneas y lo dejo, hace ya de esto unos 40 años. ¿Pero podrías perdonarme, no? Leí “Los Premios” dos veces. No concibo como un libro ya publicado pudo cambiar tanto en estos años

-¿Estás seguro que leíste mi libro “Los Premios” las dos veces de la que hablás?

- No, no estoy seguro de nada. Dejame contarte, ya que te tengo en el teléfono y dios sabe si volveremos a hablar, que tu libro, o tus dos libros, fueron muy importante para mí. Muchas veces soñé con la idea de sentarme a tomar vino con vos, ¿sabés? No sé que te hubiera dicho, sobre todo si empezabas con tus erudiciones incomprensibles al estilo Persio, tu personaje, ¿o es al revés?, ¿Persio es el autor y vos sos su personaje?

-Bueno dejate de pavadas Mario, se está haciendo tarde, sobre todo para vos porqué yo estoy en hora Buenos Aires, y contame por qué “Los Premios” fue tan importante para vos. Puede que si tu historia es buena te perdone, o te deje a vos que te perdones, por lo de “Rayuela”

- Mirá Julio, el primer libro lo leí hace ya más de treinta años. Creí que era una alegoría de la Argentina y no les di mucha bola a tus personajes. Para mí fue una corroboración de que nuestro país era un absurdo a la deriva, gobernado por chantas autocráticos amparados por la estupidez de la mayoría. En el segundo libro, que terminé hace una semana, me vi en más de uno de tus personajes. Especialmente en el tránsito desde venir de la mersada, como el Pelusa, y tratar de ser como, digamos, Medrano. Para ser Persio no me da. Me vi en tu libro cruzando en edad y clase sin nunca salir de la tribu, unida por el absurdo de un acuerdo lingüístico y algunos tangos, y quizás, y no lo digo para que me perdonés, algunos libros como los tuyos, que hacen que no seamos solo un montón de vacas rodeadas de gente vociferante y de mal gusto

- Bueno te voy a colgar. Tengo muchos otros llamados para hacer

-Chau Julio

Chau Julio, chau Julio, estas dos palabras rebotaron y rebotaron en el dormitorio. Eran ya las 3 menos cuarto de la mañana hora Madrid, ni las 11 de la noche en Buenos Aires, donde hace ya 30 años que no vivo. Julio estaría buscando una pizzería para cenar, me dormí de vuelta con la promesa de siempre: “Mañana empiezo Rayuela”.

VI. Aun así. Memoria del Holocausto.

¿Pero qué importa?

Seremos polvo

La eternidad tiene infinita paciencia

La memoria será nada

El planeta se convertirá en plasma

Parte mínima de materia imponderable

Y sin embargo

Sin esa aspiración a ordenar el caos

En definir lo justo

En confiar en que mas allá de nuestra muerte

Habrá algo aquí que tiene sentido hoy

Ese ínfimo instante que existimos

Carecería de dignidad

Y sin ella el único sentido de vivir es vivir

Por eso, y a pesar de ello

Seguir desgastando el abismo

Es casi lo único

Más el amor que no tiene ni necesita sentido

Los recordaré con mi presencia efímera

Trataré que estén contenidos en la memoria de mis nietos

Y que más

Pero que menos

[1] Escuela de Mecánica de la Armada situada en la zona norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Desde 1976 hasta 1983 fue convertida en un campo de concentración, tortura y exterminación por la Marina Argentina. Designada como Museo de la Memoria en 2004 aún no ha abierto sus puertas al público.

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