Reflexión sobre la soledad compartida
Caminaba por la última calle de su vida, pero él aun no lo sabía. Iba ensimismado como siempre, tratando de arreglar su pasado. Llevaba sus anteojos de sol aunque era una tarde gris, veía mal, borroso, ya que el gas inyectado en la operación para reparar la retina de su ojo izquierdo le jugaba malas pasadas, ni siquiera entendía las imágenes, aunque lo que fuese estaba dentro del ojo, como el pasado que trataba de reparar con la meticulosa obsesión de toda la vida. Se decía que si hubiera hecho esto o aquello cuando se encontraba con Silvia, o si se hubiera atrevido a hablarle a esa mujer que había pasado a su lado aquel día, en aquella ciudad, hacía ya tanto tiempo. Tanto tiempo. La calle era larga y estrecha, a esa hora de la tarde solitaria y sombría. Pensó en la suerte que significaba no tenerse que encontrar con nadie, y entonces empezó a llorar quedamente, a llorar su propio cansancio, a lamentarse y compadecerse. Las lágrimas que se secaban casi al mismo tiempo que mojaban su cara hacían más difícil ver. Llegó a la intersección. Cruzó. Renovó el recordar tratando de evocar nombres de mujeres que fueron parte en su historia, banal, única, interesante solo para él. Retina, vítreo, mácula, formación de imagen, nervio óptico. Llevaba la cabeza a unos 45 grados, suficiente como para anticipar unos cuantos metros su propio andar y estar seguro de no pisar la mierda de perro omnipresente en esa Madrid del siglo XXI aspirante a ser sede olímpica. Seguro que en mierda de perro no tenía competencia, pero eso nunca se sabe, pensó, la mierda es inagotable. El gas dentro del ojo le proporcionaba un espectáculo incompartible. Si agitaba la cabeza se desprendían burbujas y círculos negros que danzaban por ahí adentro. ¿Serían 45 o 30 los grados de inclinación?, corrigió una vez más la postura. Le habían dicho que eso ayudaba a que la retina se pegara.
Llegó a la siguiente intersección, esta vez un transeúnte se cruzó, casi rozando su hombro derecho. Era un hombre joven y apurado, no se dio vuelta.
Entonces sintió la soledad entrándole por los ojos y poseyéndolo por entero. No cambió el ritmo de la marcha, habría caminado como unos 800 metros por esa calle larga y sucia con olor a seco y a viejos orines de hombres irreverentes y quizás borrachos. Algunos años atrás, al llegar a ésta que ahora era la ciudad donde estaba la calle por la que iba, aun tenía esperanzas de ser parte de algo, quizás de tener amigos, de encontrar una amante que lo quisiera y le hiciera olvidar y recordar, recordar y olvidar. Pero los pobladores de esa ciudad tenían sus valencias saturadas, a menos que fueran inmigrantes recientes, y también ellos buscaban sus afines. El era un inmigrante “deluxe”, podía ir y venir, volver, ¿pero a dónde?
Ya varios meses antes de la operación empezó a sentir su desaparición. Se volvía transparente. Era mirado pero no visto, oído sin ser escuchado. Se iba deshaciendo, incluyendo sus recuerdos, que de tanto hilar se gastaban. Llegó a la intersección siguiente, el sol entre las nubes hirió la pupila dilatada por el colirio recetado y rigurosamente administrado.
Valencias saturadas, la calle terminaba en una pared alta, muy alta, suponía ya que nunca levantó la cabeza, lo tenía prohibido.
Eduardo Waisman, Madrid 6 de mayo de 2009.
Caminaba por la última calle de su vida, pero él aun no lo sabía. Iba ensimismado como siempre, tratando de arreglar su pasado. Llevaba sus anteojos de sol aunque era una tarde gris, veía mal, borroso, ya que el gas inyectado en la operación para reparar la retina de su ojo izquierdo le jugaba malas pasadas, ni siquiera entendía las imágenes, aunque lo que fuese estaba dentro del ojo, como el pasado que trataba de reparar con la meticulosa obsesión de toda la vida. Se decía que si hubiera hecho esto o aquello cuando se encontraba con Silvia, o si se hubiera atrevido a hablarle a esa mujer que había pasado a su lado aquel día, en aquella ciudad, hacía ya tanto tiempo. Tanto tiempo. La calle era larga y estrecha, a esa hora de la tarde solitaria y sombría. Pensó en la suerte que significaba no tenerse que encontrar con nadie, y entonces empezó a llorar quedamente, a llorar su propio cansancio, a lamentarse y compadecerse. Las lágrimas que se secaban casi al mismo tiempo que mojaban su cara hacían más difícil ver. Llegó a la intersección. Cruzó. Renovó el recordar tratando de evocar nombres de mujeres que fueron parte en su historia, banal, única, interesante solo para él. Retina, vítreo, mácula, formación de imagen, nervio óptico. Llevaba la cabeza a unos 45 grados, suficiente como para anticipar unos cuantos metros su propio andar y estar seguro de no pisar la mierda de perro omnipresente en esa Madrid del siglo XXI aspirante a ser sede olímpica. Seguro que en mierda de perro no tenía competencia, pero eso nunca se sabe, pensó, la mierda es inagotable. El gas dentro del ojo le proporcionaba un espectáculo incompartible. Si agitaba la cabeza se desprendían burbujas y círculos negros que danzaban por ahí adentro. ¿Serían 45 o 30 los grados de inclinación?, corrigió una vez más la postura. Le habían dicho que eso ayudaba a que la retina se pegara.
Llegó a la siguiente intersección, esta vez un transeúnte se cruzó, casi rozando su hombro derecho. Era un hombre joven y apurado, no se dio vuelta.
Entonces sintió la soledad entrándole por los ojos y poseyéndolo por entero. No cambió el ritmo de la marcha, habría caminado como unos 800 metros por esa calle larga y sucia con olor a seco y a viejos orines de hombres irreverentes y quizás borrachos. Algunos años atrás, al llegar a ésta que ahora era la ciudad donde estaba la calle por la que iba, aun tenía esperanzas de ser parte de algo, quizás de tener amigos, de encontrar una amante que lo quisiera y le hiciera olvidar y recordar, recordar y olvidar. Pero los pobladores de esa ciudad tenían sus valencias saturadas, a menos que fueran inmigrantes recientes, y también ellos buscaban sus afines. El era un inmigrante “deluxe”, podía ir y venir, volver, ¿pero a dónde?
Ya varios meses antes de la operación empezó a sentir su desaparición. Se volvía transparente. Era mirado pero no visto, oído sin ser escuchado. Se iba deshaciendo, incluyendo sus recuerdos, que de tanto hilar se gastaban. Llegó a la intersección siguiente, el sol entre las nubes hirió la pupila dilatada por el colirio recetado y rigurosamente administrado.
Valencias saturadas, la calle terminaba en una pared alta, muy alta, suponía ya que nunca levantó la cabeza, lo tenía prohibido.
Eduardo Waisman, Madrid 6 de mayo de 2009.
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