Vamos caminando y hablando del examen, pero no escucho. A mis veinte y pocos años llevo ya la melancolía del no pertenecer. El sol se cuela, es mediodía y lo tengo en los ojos, claro, vamos al norte. Dos cuadras más y ya el ruido de Cabildo es un recuerdo, un coche estacionado aquí y otro más allá. Tendría lugar para estacionar si tuviera coche, pienso, mientras escucho algo sobre lo complicado que es lo que tenemos que estudiar y miro esa casa que estamos pasando: planta baja y primer piso, un jardín húmedo con pasto mal cuidado y un árbol frondoso, nudoso, jardín regado por la lluvia generosa de la pampa tan cerca del gran río invisible.
─Llegamos, me dice Adriana, con su voz engañadora promulgando promesas de felicidad imposible y de vidas armónicas. La casa tiene umbral, me acuerdo del tango con el ciego sentado. Saco un cigarrillo y lo prendo, en ese tiempo, te cuento, yo fumaba particulares negros.
Cómo saber que esta casa de bajos, con su patio, sus dormitorios que no conozco, un baño por el que paso con vergüenza y que tiene bidet, no como mi casa, y ese comedor en el que hay que prender la luz al mediodía para poder leer, tiene ya el destino cierto de albergar ese secreto ocultado en la historia que mucho después Adriana, ya en su tiempo de abuela reciente, me cuenta. Esta misma historia que reconstruyo intentando develar qué encierra.
Adriana -cierro los ojos y más de cuatro décadas después me veo caminando por Maure con ella- la relata con aparente inocencia y la misma voz engañosa de siempre en la cocina del departamento donde vivo ahora.
Bueno, ya llegamos a la casa de la calle Maure, y ahora que ahí estamos, dejame que te lleve de mi mano a escuchar qué pasó, a encontrar la otra lectura.
Miro atentamente a Adriana, que parece más joven, su cara ligeramente inclinada hacia la izquierda, los dedos en el pelo de rizos contrariados, oscuro de tintura de peluquería, los ojos brillantes pero idos. La escucho diciendo:
─Mamá siempre fue optimista aún en los momentos de desesperación como cuando Pablo volvió después de su fracasado matrimonio, ya pisando los cuarenta, al departamento de Maure, donde mamá vivía sola; papá había muerto tres años atrás.
Delia se había jubilado poco antes de su puesto de Directora de la escuela primaria en ese mismo barrio de Belgrano de la calle Maure. Había sido siempre una maestra “Sarmientina”, cuyo mayor logro consistía en un equilibrio portentoso ante la adversidad y la historia. Una persistencia envidiable, heredada por su hija, por encontrar sencillez y sentido en las catástrofes. Un empecinamiento que contradecían permanentemente los libros sombríos de la literatura argentina de su tiempo, de la que era lectora habitual.
Adriana habla de Pablo, de su alcoholismo y depresión. En el relato de Adriana aparece redimido, misteriosamente marcado por el destino. Hermano solo de genes, personaje de otra obra, de otros escenarios.
─Entonces, sigue Adriana, mi madre lee un artículo en La Nación donde Ernesto Sábato, con su pesimismo irredimible, describe a la ciudad como invivible.
En su prosa de maestra de siempre Delia escribe su carta de lectora, ella vive en esa ciudad su vida privada con fluidez, la ciudad es vivible y habitable para ella, “la felicidad, Señor Sábato no es una cuestión de Estado”, termina la nota.
Todos sus amigos la llaman y la felicitan, Delia ha derrotado al pesimismo del escritor famoso, todo está bien en el paraíso pampeano. Ella sola, sin espada alguna, ha defendido el hábitat, ha protegido el mito, reivindicando ante todo su barrio, su ciudad.
Una semana después de la publicación de su nota en La Nación atiende el teléfono. Es Salvador, el gran amigo de su esposo Miguel que ha leído su nota de lectora en el diario. Delia no había visto ni a Salvador ni a su esposa Celia desde el entierro de Miguel. Había tratado en vano de invitarlos para conversar con ellos, encontrando siempre excusas absurdas y gentiles.
Celia, a la pregunta de Salvador de cómo está, cuenta sobre Pablo y de que ni siquiera ahorrando alcanza a tener departamento propio.
─Vos sabés, Salvador, que Miguel siempre fue derecho pero nunca tuvimos lo suficiente para mudarnos de esta casa alquilada desde hace veinticinco años, ni aún trabajando los dos, ni cuando él llegó a jefe de la concesionaria de ventas de coches Ford donde vos lo conociste.
Después de un corto silencio Salvador dice con firmeza,
─No te preocupés Delia, Celia y yo te vamos a ayudar, no tenemos hijos, siempre hemos sido frugales en nuestros gustos y para eso están los amigos, yo le debo tanto a Miguel… Mirá, nos encontramos en lo del escribano Farías el martes que viene a las cuatro de la tarde, y yo llevo la plata, voy a traerte unos cinco o seis mil pesos para irte acercando a lo que necesitás para comprarte un departamento, y quien sabe, quizás en un nuevo lugar Pablo se te mejora. Lo del escribano es porque así queda claro de dónde sacaste la plata, aunque en este país nadie pregunta, vos sabés que al igual que Miguel soy chapado a la antigua.
Delia cuelga el teléfono, piensa en ese gesto de Salvador, reconfortante pero un poco inútil. Cinco o seis mil pesos no es mucha plata, pero ella no ha tenido el coraje de mencionar esto en el teléfono.
Adriana mueve la cabeza y me dice a mí directamente anticipando un giro decisivo en la historia:
─Vos te acordarás que en los setenta hubo un cambio de moneda, ¿no?
Pasamos de los pesos a los Pesos Ley, pero todo el mundo seguía hablando en pesos viejos mucho después, como me contaron que pasaba en Francia.
Supe en ese instante que vos también te habías dado cuenta del giro, pero no interrumpimos, sentimos que era importante estar en silencio.
Esa tarde del martes era un día de otoño, un poco gris, húmedo y fresco, nada especial. Delia se vistió, se miró al espejo, pensó que todavía no estaba tan vieja, tomó el colectivo 60 hasta Ayacucho y Córdoba donde estaba la escribanía de Farías. Pablo no le preguntó nada, ya estaba muy lejos, ella lo sabía pero admitirlo era otra cosa.
Delia, como buena maestra de escuela, estuvo puntual y diligente en el lugar de encuentro, unos cinco minutos antes de las cuatro. La secretaria de Farías la hizo sentar en la antesala y le dijo que cuando Salvador llegara el escribano los atendería sin demora.
Salvador entró a la escribanía a las cuatro en punto, con un portafolio marrón de cuero gastado, solo. A las y cinco, con tiempo suficiente en la antesala para reconocerse y constatar que eran los mismos de siempre, ya estaban con Farías. Salvador sacó el dinero del portafolio y de pronto Delia entendió: eran cinco mil seiscientos Pesos Ley. Necesitó unos segundos para recobrar el aliento y hacer la simple aritmética del milagro, eran quinientos sesenta mil pesos. Salvador ni pestañó, parecía no percatarse de la sorpresa iluminada de Delia. Salieron de la escribanía, tomaron un café en el bar de la esquina, agradecimientos y promesas de verse pronto, certitud de la estupidez de Sábato, reminiscencias de Miguel, saludos y besos a Celia.
En la media hora de colectivo 60 que lleva a Delia a su casa, sentada mirando sin ver por la ventanilla, recuerda el portafolio marrón, las manos de Salvador sacando paquetes de billetes nuevos. ¿De dónde salió la plata? Celia y Salvador no eran ricos, un poco raros e imprevisibles pero normales, gente corriente. ¿Por qué le daba esa cantidad enorme? Y ahora que le da vueltas no sabe cuál es la magnitud de lo que Salvador dice deber a Miguel. Baja del colectivo y decide no dudar. La gente buena también existe.
Adriana se para, va hasta la pileta, se sirve un vaso de agua, se sienta y esta vez sin mirarnos sigue contando:
─Mamá vio a Salvador y Celia en el entierro de Pablo, que se mató dos semanas después de que se mudaran al nuevo departamento de la calle Virrey Cisneros, pagado casi todo con el regalo de Salvador. Se mató con una botella de whisky comprada por mamá y pastillas de Valium. Mamá lo encontró muerto esa mañana con aspecto de borracho sin retorno.
Adriana habla de la muerte de su hermano sin cambiar de tono, suena como la muerte de un personaje en la película que uno vio ayer con un amigo. La tragedia desaparece, el suicidio es un evento que hay que circunvalar para llegar al destino, es un recuerdo triste que se guarda en el cajón inferior de la cómoda, ese que se abre pocas veces.
─Unos meses después mamá y yo fuimos a la casa de Salvador y Celia a agradecerles. Nunca antes había visitado su casa, mamá creo que fue una vez cuando papá todavía vivía. El departamento era modesto, en la calle Callao cerca del centro. Nada revelaba mucho dinero, había libros ordenados y todo estaba limpio y casi oscuro. Nunca más los vimos, ni mamá ni yo. Me pregunto si viven aún, probablemente no, mamá ya murió hace diez y ocho años y eran de la misma edad. Que yo sepa no tenían herederos ni parientes.
Adriana se acomoda en la silla, su mirada cambia, la voz, que un instante antes está llena de misterio y nostalgia vuelve a su normalidad de engaño y mundos de finales felices, y nos dice:
─ ¡Fue tan feliz mamá contando a todo el mundo ese gesto maravilloso de Salvador, ese señor que igual que papá estaba siempre bien vestido y con corbata, siempre tan correcto, y que con insistencia repetía que le debía tanto a papá!
Se dirige a mí, y con la actitud del que terminó su tarea prolija y completa, con una sonrisa me dice:
─ ¿Viste?, vos que escribís episodios tristes con finales sombríos que no se entienden, cómo en la realidad hay cosas que dan sentido a la vida, como la amistad y la generosidad existen, y si no ¿qué otra lectura puede tener esta historia?
Estuve así una semana. Ese lunes a la tarde, sentado en un café, saqué del bolsillo el móvil y la tarjeta de crédito de la billetera. Reservé un asiento en el vuelo del miércoles. Una agitación honda me precipitaba a revolver el pasado de desconocidos, pero no había remedio: tenía que ir.
Después de dos días de vagar por la ciudad, comer cualquier cosa en el hotel, no llamar ni a familia ni amigos, decidí mí primer paso y tuve suerte: la Escribanía Farías todavía existía.
Farías padre había muerto, pero su hijo menor, también escribano, me atendió. Me dijo que me daría la información, porque yo le caía bien, habiendo viajado de tan lejos solamente por una cuestión que él llamó teórica. Me proporcionó la copia de la escritura de cesión sin condiciones de la suma de cinco mil seiscientos Pesos Ley que Don Salvador López, y su esposa Doña Celia Marotto de López, otorgaban a Doña Delia Cicotti de Eneriz sin condición alguna y en prueba de su antigua amistad con el ya difunto Miguel Eneriz.
En la escritura figuraba la dirección de Salvador y Celia. El portero de la casa, tal como lo había presentido Adriana, me informa que los dos habían ya muerto, primero Celia y unos meses después Salvador. Unos ocho años después del regalo a Delia, calculo, por la fechas enumeradas por el portero. Parecía que las pistas terminaban ahí, pero por una corazonada, toqué el timbre del departamento de al lado. La vecina, una mujer de unos noventa años, recordaba que Salvador había trabajado mucho tiempo en la concesionaria Ford de Juan B. Justo y Sanabria.
Tomé un taxi. La ciudad discurría triste y gris por la ventanilla, apenas un destello de sol entre los edificios desiguales y oscurecidos por el hollín. Al llegar reconocí la concesionaria, hacía mucho tiempo había ido con un amigo a mirar coches. Estuve media hora preguntando a empleado tras empleado. Nadie recordaba ni a Salvador ni a Miguel. Ya cansado fui al baño, y casi al entrar la ruleta de la casualidad cantó mi número. Una mujer madura, de la edad de Adriana, salía del baño de mujeres. Intuí en esa figura un pasado de atracción singular. Me escuché preguntarle, desde fuera, como si yo fuera otro, si ella sí los había conocido. Su expresión cambió, como si la cámara de una película de las de antes hubiera enfocado su pasado. Me dijo “antes de irse pase por mi escritorio, soy Silvia”. Pasé por su escritorio, y sin saber cómo sentí en la mano un papel doblado.
Desdoblé el papel al salir a la calle y leí: “Silvia Berti, Belgrano 2354, dto. 4d, venga esta noche a las 21hs, sea puntual.” La letra era clara y pareja, escrita en tinta azul de estilográfica. ¿Qué iba a hacer esas cuatro horas que me quedaban? Había empezado a llover y era casi de noche. Decidí ir a un cine cualquiera de Lavalle. Si vi o no una película no lo sé, pero al salir eran las 20hs. Podía llegar puntualmente caminando las treinta cuadras hasta la casa de Silvia. Hasta donde vivía parecía contener un mensaje, Silvia vivía en un barrio hacia el Sur.
Mis pasos se ralentizaban para no llegar demasiado temprano. Un viento interno me hacía liviano y me empujaba. Miré el reloj y toqué el timbre:
─Lo estaba esperando, suba: es el segundo departamento a la derecha.
La puerta estaba entornada, no tuve que llamar. Silvia estaba ahí, vestida en vaqueros y una blusa roja, con el pelo suelto y una mirada cansada de ojos castaños. El departamento era chico y resumía intimidad y melancolía.
─ ¿Cómo me dijo que se llama?─ Sin esperar respuesta la escucho decir “bueno, no importa, nos veremos hoy y nunca más, ¿qué puede importar como se llame?”
Me senté y ella, como si hubiera estado esperando una eternidad para contarle a un perfecto extraño la historia, sirvió dos scotchs largos y sin hielo.
Miro la etiqueta de la botella mientras me dice: “no tengo mucha plata, pero no tomo cualquier whisky, es un placer sencillo y caro el buen scotch”.
Silvia habla por un tiempo indefinidamente largo. No atino a interrumpirla ni a preguntar nada. Todo yo estoy encadenado a la voz, a la música de los gestos, al ritmo sereno de la confesión.
Silvia tenía apenas veinticinco años cuando conoció a Salvador y Miguel en la concesionaria. Ella entró a trabajar como facturadora de coches. Era contadora, una carrera brillante en la Facultad de Ciencias Económicas. Se imaginaba un gran futuro. Quizás podría ser la primera mujer Ministro de Economía ó Directora del BID. La concesionaria era algo para empezar, para hacer los primeros rounds. Aún con su conflicto típico de mujer que nunca piensa que es bella, sabía que hombres y mujeres la encontraban casi deslumbrante. En el clima social de ese momento era impensable “que una chica tan linda se dedicara a los números”. Bailaba bien, incluyendo el tango. Se vestía con cuidado para atraer sin perder misterio ni elegancia. Había ya tenido algunos novios con los que se había acostado. No gran cosa, suficiente para la iniciación sexual y para seguir añorando orgasmos profundos, para presentir un enamorarse de verdad, de esos de perder la cabeza y las cuentas.
Silvia se enamoró de los dos; de Salvador y de Miguel. Ellos, los dos casados y entrando en los cincuentas, eran señores bien vestidos, con corbatas impecables, amables y distantes.
─ ¿Por qué de ellos? ¿Por qué de los dos? Silvia pregunta sin esperar respuesta, ni mía ni de ella, probablemente para escuchar en voz alta ante un testigo ocasional, esa misma pregunta que debe haber rebotado y rebotado en recuerdos y pensamientos como un misterio al borde entre la conciencia y los sueños.
Salvador era alto y rubio de sonrisa tímida, ojos grises y andar liviano. Miguel era de pelo oscuro y rizado, ojos castaños, un poco más bajo que Salvador. Su mirada era directa y discreta. Miguel era sub-jefe de la concesionaria y Salvador se ocupaba de todos los asuntos legales de la compra-venta de los coches usados y nuevos.
Unos meses después de su ingreso en la sección contaduría, Silvia ya se acostaba con Salvador en su piso de la avenida Belgrano, que ella había comprado usando la herencia de su abuela materna. Una curiosidad esa mujer tan inteligente y bella viviendo sola tan joven. El affaire no fue ni leve ni casual. Salvador era otro hombre en la intimidad, bastaba ese primer scotch, bebida a la que introdujo a Silvia desde el primer encuentro amoroso, para que su sonrisa fuera amplia, sus manos se volvieran grandes y hermosas. Era mucho más Salvador sin corbata, un poco despeinado y curiosamente ansioso, casi como un adolescente. Silvia había adivinado a ese hombre, casi lo había inventado. Se amaban hasta la desesperación y no encontraban suficiente tiempo para estar juntos. Fingir en el trabajo era una tarea agotadora. Salvador le mentía a Celia como podía. Silvia no preguntaba. Nada importaba, ni Celia ni la diferencia de edad. En realidad era para ambos la primera vez, y entonces eran los dos nuevos, recién nacidos al arte de matar la inocencia.
Poco después Silvia empezó la relación con Miguel. Miguel se dio cuenta enseguida de que compartía a Silvia con Salvador por el scotch.
Un día Silvia y Salvador decidieron que no podían seguir así. Le contaron a Miguel. Salvador cambió los papeles del Ford Falcon azul, casi nuevo a su nombre y Silvia en unas pocas semanas fue separando cheques que no anotaba y cobrara para tener suficiente dinero para la fuga. Dieron parte de enfermedad, ambos por separado con un día de diferencia y en ese noviembre partieron. Salvador le dijo a Celia que tenía que ir a una exposición de automóviles en Brasil. La felicidad los acarició por unos días en sus largas caminatas a orillas del mar, después de hacer el amor, cenando en los buenos restaurantes. Miguel llegó y se fue en avión un fin de semana. Fue la primera vez que se amaron los tres juntos. Silvia nunca supo nada, ni tampoco preguntó, sobre ellos antes de esa noche.
Casi con pudor contrariado Silvia evita los detalles. Su expresión y su voz, sin perder del todo un estilo cansino, parecido a la serenidad, destellan en la evocación del encuentro. Silvia me transmite vibraciones de algo único e irrepetible, como si me dijera que si ella fue o es alguien singular, distinguida de las masas informes de vidas grises con finales previsibles e intrascendentes, lo es solamente por haber vivido “aquello”. Es joven y hermosa otra vez, y en mi alucinación siento una mezcla de asombro, envidia y un deseo absurdo por quien ella fue, un querer haber sido parte de ese pasado, parte de uno de esos momentos en que el tiempo se suspende y todo tiene sentido porque sí.
La vuelta de Silvia y Salvador, dos semanas después del fin de semana con Miguel, trajo la oscura realización de que la fuga había sido un escape temporario y amateur de las normas a las cuales pertenecían por nacimiento y familia. Silvia volvió al trabajo el viernes y Salvador el lunes siguiente. Miguel nunca faltó al trabajo. El misterio era que no había pasado nada, los jefes y compañeros preguntaron por su salud. Nadie en la concesionaria pareció correlacionar las ausencias. Celia no preguntó mucho, como si no importara o quizás como si supiera demasiado.
La noche del martes, a eso de las ocho de la noche, los tres se encontraron en el café La Paz en el centro. El ruido y el humo de los cigarrillos era el lugar óptimo para esa conversación a tres. Miguel dijo que él había arreglado todo. Los cheques que faltaban se adjudicaron a reparaciones inventadas de coches. Las facturas del taller mecánico eran similares a las de siempre que hacía falta hacer esas cosas: por cuestiones de impuestos o de inspecciones municipales que demandaban un “arreglo” con los inspectores. Por otra parte el Ford Falcon aparecía ya en exhibición, listo para la venta en la vidriera de la concesionaria. Salvador preguntó que hacía con la plata que había sobrado, una cantidad equivalente a la venta de cuatro coches nuevos. Miguel le dijo: “guardala vos, algún día encontrarás la mejor manera de usarla, eso sí, pasala a dólares, si no dentro de poco no va a valer nada”.
Todo el año siguiente a la fuga el departamento de la avenida Belgrano fue el lugar para ellos tres. Se amaron sabiendo que eso no podía durar. También Miguel era otro allí, de risa fácil y besos sin remilgos. Sus camisas almidonadas desentonaban con sus gestos sueltos y generosos. Le mentía a Delia como podía, mejor que lo que se mentía a sí mismo.
Y de repente todo terminó sin razón ni remedio, movido por la fuerza inexorable del vivir decorosamente. Silvia nunca supo detalles. No hubo explicaciones ni despedidas. Quedaron en su casa dos botellas de scotch, del mejor, nunca abiertas, y las tareas de siempre: las cuentas para pagar, la familia que hay que ver, el tedio y la seguridad de la “normalidad”.
Silvia dice con apuro que no importa lo que pasó después. “Después es la monotonía de siempre”, la escucho afirmar, y sé que estamos cerca del final, pero igual, con una necesidad de clausura para no negarme un epílogo, me cuenta en unos minutos haberse casado y separado, no haber tenido hijos, haberse enterado de la muerte de Miguel, no haber nunca más visto a Salvador después de que se jubiló, no haber sido nunca ni Ministro de Economía ni Presidente del BID.
Todavía había bastante tráfico en la avenida Belgrano cuando, después de un beso de compromiso y un adiós para siempre, a las dos de la mañana inicié la caminata de vuelta al hotel. Esa noche soñé con mi casa de Warnes, soñé que llovía y que de las goteras del techo viejo y nunca arreglado caía agua en chorros finos que mojaban las sábanas de la cama en que dormía.
De todas maneras, escuchame: nunca le voy a decir a Adriana lo que me parece que sé. La historia de Adriana es menos interesante pero más redonda. Quizás a ella esa redondez le sirva, o, a lo mejor, ella intuye otra pero no le gusta ese libro, como no le gustan los cuentos que yo escribo, los que no se entienden y tienen finales sin consuelo.
Apaguemos la luz y vamos a dormir, es tarde y mañana tengo que trabajar.