martes, 29 de abril de 2008

Mano y Contramano

EW. Madrid. 16 de abril de 2008.
En ese tiempo la calle Warnes, en el barrio de Villa Crespo, tenía las dos direcciones. Esos ciento y pico de metros a izquierda y derecha del umbral de mi casa alquilada por siempre y desde siempre eran casi todo mi mundo exterior. Amigos y enemigos habitaban o transitaban esos metros a los cuales llegaba el ruido del tranvía 89 y la tos de fumador irredimible de mi padre a la vuelta del trabajo o el café.
De derecha a izquierda venían las carrozas tiradas por caballos azabaches de camino al cementerio de la Chacarita, interrumpiéndolo todo con su ruido de ruedas y herraduras sobre el adoquinado. Los chicos cristianos, esos que me habían dicho una vez que yo había matado a cristo, se persignaban. Yo los miraba persignarse. El número de carrozas y las esculturas donde iba el cajón definían el status del muerto. Un cajón blanco y chiquito con angelitos al costado era la señal de un muerto prematuro. Al llegar a la esquina las carrozas giraban por la calle Muñecas y después de un momento desaparecían permitiéndole a mi cuadra retomar su tortuoso gusto por vivir.
De izquierda a derecha los días de lluvia y mini-inundación el agua corría cubriendo todo, rebalsando el cordón, mojando la vereda hasta el umbral. Ahora que lo pienso era una indicación de que aun la pampa plana y eterna, sobre la cual Warnes fue construida en algún pasado ajeno, tenía un declive que obligaba a un río temporario a producir olas grandes para la dimensión de nuestros barquitos de papel, que se alejaban para no volver y terminar en la alcantarilla de la otra esquina.
Más de medio siglo después entraría por fin a la Chacarita, al entierro de una mujer que apenas conocía, en un día resplandeciente. La pusieron en un nicho numerado de la tercera fila, cuarta columna, como quién deposita algo en una caja de seguridad cuya única garantía es estar cerrada.
En algún otro tiempo lejano me subí a uno de esos barquitos y me fui de izquierda a derecha a hacer mi vida, como si no hubiera ya estado hecha. Evité con cuidado la alcantarilla y me cercioré de que lloviera suficiente para que mi viaje no cambiara de sentido.
Me cuenta un amigo que hoy Warnes tiene una sola mano, se olvida de decirme hacia donde va, aunque en nuestro silencio lo sabemos.
De todas maneras uno de estos días voy por ahí, creo que el umbral no está, pero supongo que nadie se enojaría si me apoyo en la pared, cerca de donde estaba, y espero, espero, a ver, sin persignarme, hacia donde va el tráfico.

La llamada

Eduardo Waisman. Madrid, 8 de Abril de 2008

El teléfono sonó con vehemencia. En un solo movimiento miré el reloj y contesté la llamada. Eran las dos y veinte de la mañana. No me asusté mucho, estaba demasiado dormido y todavía en la neblina del sueño que ya no recordaba. Una voz que conocía de algún lado me decía en español:
-Eduardo, sos vos, te habla Julio
-Julio, ¿qué Julio?
-Julio Cortazar
No atiné a contestar, se hizo un silencio,
-Si habla Eduardo, ¿me hablás de París?
- No, desde que estoy muerto siempre en Buenos Aires, lo de París fue como lo del tango, para poder hacerme conocer
- ¿Te puedo llamar Julio?
- Si dale pibe, después de todo yo te traté directamente por tu nombre
-Bueno, es diferente, yo soy un físico menor de Buenos Aires que vive en Madrid y un ínfimo tallerista de escritura creativa que trata de no plagiar de forma abierta a los tipos como vos, los que de verdad escriben, ché
- De paso te digo Julio que estuve re-leyendo tu novela “Los Premios”, no que sea importante para vos, ya que la deben haber leído muchos millones mas de paparulos como yo
- Escuchame Eduardo, te llamo porque me enteré por Graciela que no leíste “Rayuela” y desde ayer me anda molestando esta omisión imperdonable, no que cambie mucho el destino de la humanidad si lo leés o no, pero viejo, ¿cómo puede ser?
- Mirá Julio, cada vez entiendo menos, ¿cómo puede ser importante para vos, famoso, muerto y todo, si yo leí tu “Rayuela”?, tendría que ser tan insignificante como una paja más en un quilombo
A esta altura mis pulsaciones debían estar al nivel de partido de futbol jugado con ganas. A lo que se agregaba una mezcla de extrañeza y familiaridad que no entendía. La pronunciación de las erres y la voz, que ahora recordaba había escuchado 35 años atrás en un reportaje de televisión a Cortazar no admitía duda. Pero, no podía ser, ¿estaría yo ya muerto y en el purgatorio de los malos lectores que se empeñan en escribir algunas líneas por si por puta casualidad eso los transformara en escritores?
La voz en el teléfono me volvió a la conversación
-No importa porqué, tenés que leerlo, es un “must do”
-Che pero porqué encima de todo me lo chamuyás en inglés, se que es un “must do”. Lo tengo en casa y miro la tapa, lo hojeó, leo dos líneas y lo dejo, hace ya de esto unos 40 años. ¿Pero podrías perdonarme, no? Leí “Los Premios” dos veces. No concibo como un libro ya publicado pudo cambiar tanto en estos años. ¿Vos hablaste con alguien para que me lo cambiara y me hiciera sentir como un boludo con Alzheimer?
-Yo no hablé con nadie, ¿estás seguro que leíste mi libro “Los Premios” las dos veces de la que hablás?
- No, no estoy seguro de nada. Dejame contarte, ya que te tengo en el teléfono y dios sabe si volveremos a hablar, que tu libro, o tus dos libros, es decir el de antes y el de ahora, fueron muy importante para mí. Y ya que conocés a Graciela, debés conocer a Marieta. Este hecho debería ser suficiente para que Marieta lo lea. Digo esto aplicando el carácter transitivo de la importancia literaria: si un libro es importante para mí, y yo soy importante de alguna forma para Marieta, el libro debería ser importante para ella.
- No, no me contestes Julio, ya se que estoy divagando. ¿Pero que querés que te diga a estas horas? Muchas veces soñé con la idea de sentarme a tomar vino con vos, sin soda, sabés, aunque vos creo que una vez dijiste, quizá para hacerte el piola, que “el problema del vino francés es que no se corta bien con soda”, o algo así. No se que te hubiera dicho, sobre todo si empezabas con tus erudiciones incomprensibles al estilo Persio, tu personaje, ¿o es al revés?, ¿Persio es el autor y vos sos su personaje?
-Bueno dejate de pavadas Eduardo, se está haciendo tarde, sobre todo para vos porqué yo estoy en hora Buenos Aires, y contame porqué “mis dos libros Los Premios” fueron tan importantes para vos, puede que si tu historia es buena te perdone, o te deje a vos que te perdones, por lo de “Rayuela”
- Mirá Julio, el primer libro lo leí hace ya más de treinta años. Creí que era una alegoría de la Argentina y no le di mucha bola a tus personajes. Para mi fue una corroboración de que nuestro país era un absurdo a la deriva gobernado por chantas autocráticos escondidos en reglas oscuras, amparados por la estupidez de la mayoría. En el segundo libro, que terminé hace una semana, me vi en más de uno de tus personajes. Especialmente en el tránsito desde venir de la mersada, como el Pelusa, y tratar de ser como, digamos, Medrano. Para ser Persio no me da. Me vi en tu libro cruzando en edad y clase sin nunca salir de la tribu, unida por el absurdo de un acuerdo lingüístico y algunos tangos, y quizás, y no lo digo para que me perdonés, algunos libros como los tuyos, que hacen que no seamos solo un montón de vacas rodeadas de gente vociferante y de mal gusto.
- Bueno te voy a colgar. Tengo muchos otros llamados para hacer. Un saludo a los de tu taller
-Chau Julio
Chau Julio, chau Julio, estas dos palabras rebotaron y rebotaron en el dormitorio. Eran ya las 3 de la mañana hora Madrid, apenas las 10 de la noche en Buenos Aires, donde hace ya 30 años que no vivo. Julio estaría buscando una pizzería para cenar, me dormí de vuelta con la promesa de siempre: “mañana empiezo Rayuela”

Silvia no existe

Eduardo Waisman. Madrid, 20 de Febrero de 2008.
De “Países y mujeres”:
Introducción
“Youth is wasted on the young” Atribuido a George Bernard Shaw
Esto que narro se que es verdad porqué me lo contó Gabriela que nunca miente y todo recuerda. Gabriela conoció a Ana en un taller semitrasnochado de aprender a escribir literatura y esas cosas. Desde el primer instante le produjo inquietud. Esa inquietud que producen las personas que tienen un aspecto común pero que uno siempre sabe que hay detrás de ellas historias, complicaciones inexplicables. Ana era joven de pelo castaño hasta los hombros, una típica mujer española moderna, delgada, vestida con elegancia sencilla, de altura mediana para su generación. Su voz era agradable y cuando leía se le entendía perfectamente lo que decía, aunque no tanto que quería decir. Sexóloga y psicóloga de profesión. Me cuenta Gabriela, que siendo ella de Paraná, casi de Buenos Aires diría yo, está siempre interesada en la psicología y el sexo, o mejor dicho en el sexo y la psicología, que una vez, a la salida del taller le preguntó a Ana, con temor y un poco de vergüenza como era eso de ser sexóloga, a lo cual Ana le contestó otra cosa, le dijo que el sexo para una sexóloga era como para un cantinero tomar cerveza. Servir la cerveza es una cosa, beberla es otra.
Todo transcurrió así por unos dos años, Gabriela ya casi estaba acostumbrada a Ana, la inquietud se despertaba en cuanto la veía llegar, siempre un tanto tarde a las reuniones, pero se apagaba, necesidades de convivir diría uno.
Esto hasta que Ana ese día leyó ese relato: “Silvia no existe”. El jueves anterior ambas se habían quedado hasta las cuatro de la mañana con el grupo, obsesionado en emborracharse, quizás porque todos habían leído Los Detectives Salvajes de Bolaño, o quizás porque les gustaba emborracharse, como va a saber uno porqué. Nada en el comportamiento de Ana ese jueves de resaca anticipada anunciaba el relato. Nada. Comenzaba: “Cruzaba el bosque, por así llamar esos cuantos chopos raleados, partida de dolor……”. Gabriela cuenta que un frío oscuro la recorrió, vio a Ana, sumida en la lectura que no la miraba, la voz era la de siempre, no reflejaba cambios. Pero lo que decía venía de otro lado. Escuchó entremezcladas entre otras la palabra ferropénica, que luego tuvo que ir a buscar al diccionario de la Real Academia. La lectura continuaba, Gabriela jura que el silencio de ella y los demás dolía. Después vino eso de Ana y los treinta y ocho lobos. Los lobos, el dolor, partida, la cerveza, los ojos marrones de Ana que la miraban a veces como si ella, Gabriela, fuera de cristal transparente, y en realidad se fijaran en la pared de atrás, amarillenta, como se le ocurría que eran algunos libros a los cuales se lee así, mirando la pared que hay detrás de las letras.
Y entonces, transcurridos los minutos inescrutables en que Ana continuaba leyendo, Gabriela supo que el final se acercaba. El final del cuento, pensó. Y en el final del cuento la memoria desaparecía, la memoria de todo, de la historia, del bosque de chopos raleados, del dolor que partía y era reemplazado por una borrachera. Gabriela sabía que en ese preciso instante Ana tendría que nombrar a Silvia. Pero Ana dijo Andrea. Gabriela supo entonces y para siempre que Silvia no existe.
La semana siguiente el taller se reunió nuevamente. Gabriela había ya decidido que era la última vez que asistiría, no solamente Silvia no existía sino que Ana le seguía causando la misma inquietud a ella a Gabriela, que nunca miente y todo recuerda.

La precisión y el azar

Eduardo Waisman, Madrid 13 de Febrero de 2008
Se levantó a la misma hora de siempre. Sentía inquietud, una ansiedad brumosa. Tenía algo que ver con el sueño de esa noche. Un signo, el tren… Sus sentidos estaban atenazados por esas vaguedades. El tren era el mismo de siempre, el de los martes y los jueves, el que había tomado salvo en vacaciones por 22 años, 3 meses y dos semanas. El horario decía las 7.23. En realidad, pensó, más bien las 7.28 con una desviación estándar de 4 minutos. De su casa a la estación debía caminar 1250 metros. Un trayecto de 15 a 16 minutos dependiendo de las luces peatonales. Miró el reloj de la cocina: eran las 6.04. Más que tiempo suficiente, se dijo, sintiendo que la angustia negaba el razonamiento. Veinte minutos para preparar y tomar el desayuno, 15 para leer el diario mientras regularmente se ocupaba de sus intestinos, 15 para ducharse y vestirse. Con el abrigo ya puesto miró nuevamente hacia la pared. El horror le arrancó un grito quedo, otra vez las 6.04. Miró su reloj pulsera, no entendió lo que veía, miró afuera, aún era de noche. Decidió salir. Bajó las escaleras mal iluminadas de a dos en dos. Escuchaba su respiración cada vez más rápida. Comenzó a correr por la acera izquierda, la de siempre, levemente irreconocible, ningún otro transeúnte en su dirección o la contraria. Se cayó, la rodilla le sangraba. Se levantó, la calle se alargaba y se estrechaba, a sus lados las vidrieras oscuras de tiendas cerradas. El ritmo de pulsaciones cardíacas, calculó, tenía que ser 150 por minuto. Cruzó la intersección sin reconocer donde estaba. Sintió el sudor rodando por la espalda. Ninguna manera de saber cuanto faltaba, nadie para preguntar, y ese dolor en el costado para recordarle años de vida sedentaria. Resbaló, dando tumbos se encontró en la calzada, levantó la vista, antes de ver los faros del camión ya inevitable recordó con toda lucidez el signo en el sueño: X, hoy era miércoles. Tuvo todavía un instante para sentir la satisfacción de haber seguido el consejo de su madre: “siempre lleva las bragas limpias, nunca se sabe”.

de Madrid

Eduardo Waisman, 13 de Diciembre de 2006


Melancolía
Sonrisa triste
Una canción susurrada
Tango lejano

Sombra de mujer
Pasa una mujer
Sueño de amor en Madrid
Perfume perdido

Lluvia
Lluvia que limpia
Mujeres con paraguas
Ciudad íntima

Sol de Invierno
Frío de sombras
Atisbo la luz tibia
Sol derramado

Agresiones
Mierda de perro
Sucias calles estrechas
Cielo de plomo

Rumores
Ríos de gente
Vitalidad suprema
Ruedan palabras

Error del Idioma
Muerte abstracta
Una rara imprecisión
Insuficiente

Sin amor

Eduardo Waisman, Madrid 23 de Octubre de 2006
Una mañana, así de repente
sin arrepentimiento
el Mundo se quedó sin amor
seco e inmutable en un susurro sin lamentos
Las iglesias se transformaron en museos
Los matrimonios aun más que nunca en contratos civiles
y el famoso e inevitable sexo en meditados ejercicios genéticos
con indudables ventajas aeróbicas
Las ciudades y los campos
fueron desde entonces juzgados por lo que eran
Los hijos fueron cuidados por una nueva ley
que castigaba sin apelación el abandono del futuro
por que el devenir no debía ser abolido
Hombres y mujeres ya solos desde siempre
solos frente a su vida y a su muerte
dejaron de fingir momentos de encuentro
La idea del alma se esfumó de canciones y poemas
estos últimos reteniendo nada mas que métrica y estilo
Desaparecieron el odio, la guerra y las canciones
La traición se volvió útil y vacía
El Mundo continuó girando por algunos miles de millones de años
ya que su rotación nunca dependió de ese extraño sentimiento
y tú y yo
y yo y tú
seguimos muriendo aun con menos sentido que antes

Encuentro

EW. Madrid 2 de abril de 2008
Me gustaste desde siempre
por eso la harmonía al conocerte

Reconozco tu ausencia desde antes
no por haberte ido
sino por no haber estado

Una pulsación discernible
son tus ojos al chocar con los míos

No veo el color
sí la intención difractada
rebotada
difundida en no hacer cosa más
que registrarla
guardarla para obtener derecho a la melancolía

Girás la cabeza

La sombra de mi deseo antiguo
y cansado
desciende una vez más
y se dispersa

Si te dijera algo ahora
sería de vuelta yo
ya sin remedio

La Propuesta

“Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms”. Fetichistas S.A. en Desastres Íntimos, Cristina Peri Rossi.
Se había vuelto completamente loco por la nuca de Anita. Hasta ese momento él se consideraba un hombre normal, observador de culos y tetas de mujeres. Las nucas nunca le habían interesado en lo más mínimo. Pero ese maldito cuento, leído un par de veces antes de volverla a ver, como siempre, en la peluquería donde ella le lavaba cada cinco o seis semanas el pelo con champú especial, fue su perdición. Ni siquiera se acordaba cuándo y cómo había empezado a mirarle la nuca. En realidad lo lógico es que ella, si así lo deseara, cosa que él ignoraba, observara la suya durante el lavado o el enjuague. La nuca, larga, con una ligera hendidura, simétrica, achocolatada casi. No podía ni pensar en cómo se conectaba esa nuca con el resto. Saltaba inmediatamente de la mirada, recordada o imaginada, a una ansiedad imparable por lamer, acariciar, hablarle a la nuca de manera dulce y disimulada. La erección era instantánea, indudable, mezcla de dolor y placeres anunciados. Cuando trataba de imaginarse follar con ella la excitación desaparecía, y volvía la nuca, con una sensación de desazón solo reconocible por un hombre después de un coito sin amor, y sin sentido, después de haber echado para afuera unos cuantos centímetros cúbicos de esperma.
Entonces supo que tenía que proponérselo. Solo la muerte, la de él, la de ella o la de la nuca, podría impedir formularle la propuesta. Los términos fueron claros desde siempre, el problema era como decírselo a ella, la dueña inocente de lo por él deseado.
Ya tenía el pelo suficientemente largo, pidió turno por teléfono como siempre, lo atendió Celia. Miércoles a las diez de la mañana.
Cuando salió para la peluquería el miércoles a las nueve y media, el sol brillaba como sin remedio, las nubes podían ser solo un recuerdo, un conocimiento inservible. Llegó andando las quince cuadras de siempre, la gente pasaba para un lado y otro como si él estuviese detenido, cosas de la velocidad relativa cuando uno anda en otra cosa.
Le dijo hola a Anita, se sentó en la silla-lavabo y cuando ella se inclinó a ponerle la toalla le susurró al oído:
–Hoy tenés que encontrarte conmigo cuando salgás de aquí, te espero en el hotel Francia, pedí el sobre en la conserjería, allí estará la llave de la habitación, sé que esto es extraño, pero es de vida o muerte para mi, además si lo hacés va a haber en el sobre un cheque por mil euros firmado y a tu nombre.
Todo esto fue dicho de un tiro, sin respirar, en voz muy baja, como se le habla al destino. Ella quedó alelada, quieta, triste, pensó él, aunque no la veía. No pronunció palabra, no hubo ningún cambio en la presión de sus dedos, fue un champú normal y agradable.
A las siete, ella salía del trabajo a las siete y media, él estaba ya en el cuarto 1087 del hotel Francia, cuatro estrellas, discretamente ubicado a dos cuadras de la peluquería. Se recostó y quizás durmió unos minutos. A las ocho y cuarto, lo supo porque miró el reloj cuando escuchó la llave electrónica en la puerta, entró. Se sentó en la cama, con su espalda hacia él, intentó desvestirse en silencio. Impidiéndoselo él dijo:
–No, quedate así, solo estirá el cuello sin mirarme.
Comenzó despacio, con caricias ligeras, de arriba abajo, de abajo a arriba, recorriendo el camino desde la espalda hasta casi la cabeza, metiendo sus dedos debajo del pelo que ocultaba esa joya maravillosa y tibia. Después empezó a lamerla, tratando de no babear demasiado, apoyó su verga tiesa en la nuca. Un quejido salió de toda Anita, incomprensible, quieto y desesperado.
Y en una voz donde todas las humillaciones quedaban chicas ella dijo:
–No, eso no, eso me hacían después de la picana, y lo peor es que yo me mojaba.

Mar de Ajó

Eduardo Waisman, Madrid 30 de Octubre de 2006.
El olor inconfundible del mar oscuro en una noche de verano. Mar de Ajó y los médanos, el reflejo de mortecinas luces de pueblo costero elemental, y la luna. La playa es interminable, a esa edad para nada importa si va de norte a sur, si es el Atlántico o el Pacífico. Es el mar, fuera de la ciudad sucia y gastada y del calor ingrato del asfalto derritiéndose debajo de zapatos gastados.

Tan lejos de Cádiz, Mar de Ajó. Podría imaginarme a esos españoles, ignorantes de su destino, impulsados por fuerzas que nunca comprendieron, hacer ese viaje hace cinco siglos. En Cádiz, sin embargo, ese olor a mar oscuro es mas civilizado, domesticado, pero reconocible. En lugar de estar con mis padres y hermanos estoy viendo a mis nietos corretear por la arena apenas iluminada por los focos distantes de la urbanización.
Los recuerdos empiezan a vagar, traicionando con determinada pena este presente imperioso. Esa noche de verano en el Atlántico Sur, el único recuerdo de felicidad auténtica registrado en mi infancia. Un momento completo, sin repetición.

Mi papá, que nunca estaba, había venido por el fin de semana. Los relojes reparados entre pucho y pucho, que se fumaban solos, habrían pagado el pasaje. Habrá recorrido por unas horas esos caminos de tierra intransitables después de la lluvia. Y ahí estábamos nosotros, la familia de la cual él escapaba diariamente, incapaz de hacerse cargo, pero al mismo tiempo incapaz de huir, como lo había hecho su padre. Judíos errantes que nunca se harían ricos ni ganarían el Nobel.
El mar a nuestra derecha, papá con un brazo sobre el hombro de mamá. El mar yendo y volviendo desgastando la nada. Mis cinco años siguiendo la linterna que alumbraba nuestro paseo y el faro a lo lejos. No hacían falta las sirenas.

Siguiendo el recuerdo de ese olor muchos años mas tarde, retornando de mi exilio inventado, y siguiendo caminos ya pavimentados, volví una tarde a Mar de Ajó. El olor se confundía con la táctil caricia de la humedad salada agitada por el viento. Pobre y feo ese pueblo construido por inmigrantes italianos que tendrían su historia, sus miles de historias. Mis ojos habían visto mundo a pesar de una niñez gris y desosegada. Había conseguido salir y explorar. Pero ese instante aun estaba ahí, es decir aquí.

No, Cádiz no está cerca de Mar de Ajó, ni yo. Me di vuelta, “vamos chicos hay que volver a casa”
Eduardo Waisman, Madrid 30 de Octubre de 2006.

Milagro

EW Madrid 28 de Noviembre de 2006

Ni siquiera la generosidad del plural. La veo (o más bien la escucho) algunas veces en la oficina.
Ni alta ni baja. Enjuta, de facciones afiladas. Pelo corto, bien vestida como se debe. Me la presentaron una vez. Refunfuña hola y hasta luego.
La escucho ladrar mientras las ecuaciones que escribo me parecen triviales, matemática insuficiente.
Palabras sueltas, con filo de crueldad y frío sin sol y sin remedio. Milagro, la de la mirada inquisitiva. Se que tiene hijos, pero imagino una teta dura y seca, el desdén de labios demasiado finos. Sexo trabajado y ruidoso de ternura no aprendida. ¿Y su esposo? ¿Su niñez? Quién le habrá enseñado la crueldad. Mi idioma, mi castellano, roto en estallidos descargados al estilo de un japonés de película americana.
Mi corazón, detenido hace ya tiempo en dos canciones republicanas, fuera de lugar y de personaje en ese Buenos Aires llovido de mi infancia, se pregunta, piensa ¿De cuál de las dos Españas es ella? Pobrecita España, pensando en que yendo al Corte Inglés podrá borrar esa tarde de Galicia en la que una pedrada y un insulto mataron por generaciones el misterio de la lengua de las mariposas.
Cierro la puerta y una vez mas tacho y escribo sin encontrar solución a estas ecuaciones desdibujadas, escucho una voz lejana y desafinada, de rebelión y utopía que ya contenía a esta Milagro, “en el tren que va a Madrid…… ”

Funeral Home in San Diego

Eduardo Waisman, Madrid 8 de Marzo de 2007
A Richard de su amigo Eduardo

No, no me suena igual Funeral Home que tanatorio. Murió mi amigo Richard Miller, este 6, en San Diego, donde vivió mas de 40 años. Lo conocí hace 30 años, cuando recién empezaba yo a trabajar en la firma en la cual él ya había estado por mas de una década.

Suena raro que Richard haya muerto, suena aun mas raro decir mi amigo murió. Tengo tantos líos con eso de la palabra amigo. Un tipo especial, fumador incansable. Pensador meticuloso y obstinado. Le gustaban los buenos coches, que reacondicionaba en su taller de hobbies, donde siempre había algún Porsche a renovar. Y las mujeres, adoraba las mujeres que enmarcaban su vida. Se iluminaba cuando las evocaba. Fiel a su condición de norteamericano culto y libre pensador, uno al verlo podría haber supuesto que era un técnico mas, un “redneck”, vestido en camisa y vaqueros. Otra cosa era hablar con él. Articulado, leedor del New Yorker, nunca abandonada su ascendencia del East Coast. ¿Qué supe de él? ¿Lo conocía? Nunca hablamos de cosas íntimas, salvo usando construcciones indirectas y abstrusas. Un respeto mutuo nos unía. Ya pasó casi mi vida, y sin duda la de él. Lo cremaron. Puedo imaginarme entrar al Funeral Home de San Diego donde su cadáver, aun sin quemar, estuvo algunas horas. El hubiera investigado cuidadosamente la tecnología del cremado. Quizás lo haya hecho. Todo destreza en la parte manual de su trabajo, lógica impecable en la formulación teórica. Si, fue mi amigo, pero me entero tarde, como siempre.

El tiempo, esa coordenada incompresible, se comprime y se retuerce cuando trato de acordarme de él. Entro en el Funeral Home desde aquí, donde estoy, sin moverme, tecleando cuatro frases, y lo invito a conversar. Hablamos, la conversación dura treinta años, aunque se dicen muy pocas palabras, en buena gramática de inglés americano. Tenemos los dos copas grandes y bellas de cristal a medio llenar con Syrah de California, el me dice y yo traduzco:

-No se si el vino se vuelve mejor con la edad, pero seguro que la edad se vuelve mejor con el vino.

¡Salud Richard!

Cuando traduzco, aquí o en Funeral Home donde realmente sucede esto, ¿traiciono lo que me dijo, más que lo que lo traiciona mi pobre memoria, flaca en imaginación y entristecida por que ya mi vida casi pasó y aun no entiendo nada? O es como dice Sergio, mi hijo, que toda traducción de literatura es una nueva creación, me dice que esto lo inventó Borges, y que hace que los países periféricos como Argentina, no tengan nada ni nadie a quien envidiar. Pero de que estoy hablando, si no estoy traduciendo literatura, sino una imagen de cuando Richard reía y bebía, y fumaba, siempre fumaba. Como deseé fumar con él cuando charlábamos, café en mano, después de haber yo dejado el cigarrillo.

Le pregunto, traduzco, porque por supuesto le pregunto esto en inglés con acento argentino,

-¿Richard, te contesté bien esa pregunta sobre la inductancia magnética que me hiciste en 1981?

- Pero si Eduardo (nunca nadie me llamó otra cosa que Eduardo, Eddy, Ed, no eran para mi, y el Edu es algo demasiado cariñoso para un amigo del trabajo). Siempre me contestaste bien.

Lo dudo, pero que se le va hacer, las respuestas, como también así las preguntas, fueron cremadas.

Pasan unos cuantos años, o milisegundos, o no se. Lo veo decirme,

-Eduardo, no busques los errores en un artículo científico en las derivaciones complicadas, los errores están siempre en las primeras líneas, donde se formulan las hipótesis.

Me pregunto, sigo bebiendo el Syrah, de verdad que está bien, aterciopelado y rojo intenso, queda bien en el Funeral Home, si la vida es también así. Que los errores que cometemos constantemente no están en nuestro trajinar, sino en las premisas que llevamos desde el vamos. Nacidas en nuestra infancia, cuando la apertura del juego, de ese juego de ajedrez que perderemos inexorablemente.

Estoy muy contento, en un momento de la película que estoy viendo, esa que dura tres décadas, pero que en verdad es muy corta y de pocos momentos interesantes: me promueven. Richard viene a casa donde estamos celebrando. Me regala un libro de Machiavelli. Lo tengo en casa, nunca lo leí. Carajo, no está mal para un ingeniero como Richard.

La botella ya está casi vacía, Richard está apurado, no le gustan los Funeral Homes, en San Diego o en ninguna parte, me imagino que tampoco le gustarían los tanatorios de Madrid, o los velatorios de Buenos Aires. Pero me dice:

-Eduardo ya estoy cremado, no puedo quedarme mucho mas, ni aun en tu tecleo. Pero, te acordás cuando te di la copia de ese cuento de Borges que me pareció estupendo.

- Si Richard, me acuerdo, y me acuerdo también de ese articulo del New Yorker que me diste, donde el autor se comparaba con un holograma evanescente; al envejecer iba perdiendo partes de su riqueza de color y detalle. Eso es lo que somos Richard hologramas evanescentes.

Mi amigo Richard murió antes de ayer, cremado fue en un Funeral Home de San Diego, al que fui desde aquí, sin moverme, y tuvimos una conversación que me dejó un magnífico gusto a Syrah, de California, si Richard, de California.

Propiedad Privada

Se despertó como casi todas las mañanas. Le dolía la espalda, la zona lumbar como diría su instructor de gimnasia. Tenía esa sensación que era para él una vieja conocida, de estar en una nube. Sabía que estaba despierto, se movía como si estuviera despierto, pero abrumado, alejado de la realidad cotidiana, separado de ella por esa incierta materia. Mientras se hacía el café se acordó del sueño, bueno, al menos de uno de los sueños, el que volvía en ese momento. Bailaba un tango con un hombre alto, distinguido, vestido impecablemente, como él nunca lo haría. El hombre bailaba a la manera del arrabal de antes, que él naturalmente nunca había conocido más que en mitos vulgares y algún buen cuento. En uno de los giros, que ejecutó torpemente, no sabía bailar ni aún en sueños, el hombre elegante acercó la boca a su oído. Pudo oler un perfume tenue, conocido e inquietante, no logró ubicarlo en su archivo sensorial, pero era parte del todo, del absurdo, del sueño y del despertar. Fue al baño, la niebla lo siguió. Mientras se afeitaba le dolía la memoria, se imaginaba luces de todos colores moviéndose rápidamente de neurona a neurona tratando de reconstruir las palabras del hombre de traje y corbata. Había leído en algún libro de divulgación científica sobre los experimentos cerebrales y las lucecitas que se prenden y se apagan señalando la actividad de distintas zonas de esa materia gris que supuestamente alberga el alma. Se secó la cara, se miró al espejo con desprecio y desilusión. Y de repente volvieron las palabras con sonido y perfume:
“La eternidad es larga”, “Life is overrated”, y finalmente “La Muerte y Tu Muerte son abismalmente diferentes”. Tuvo que sentarse, ¿qué carajo podrían significar esas boludeces? Además, como habría podido el hombre alto y buen bailador haber dicho todo eso en un solo giro. El no bailaba el tango, ni con hombres ni con mujeres. Se le ocurrió que todo era una trampa de algún psicoanalista para hacerlo volver y volver a su consulta y explicarle que en unos cuarenta o cincuenta años, si bien no comprenderían del todo el significado del sueño, al menos entenderían que relación tenía con su madre.
Y de repente se acordó. Se acordó que debía morir. No quizás esa mañana. Y supo que le faltaba una metáfora para hablarse a sí mismo de su muerte. Sobre La Muerte había numerosas metáforas, escritos, libros, canciones, archivos de Microsoft Word, definiciones, poemas: “qué es La Muerte, una ilusión…”, pero no, eso era la vida. También volvió a él un verso de un poema matemático escuchado por primera vez en un aula con otros trescientos cincuenta alumnos: “el límite de cualquier número dividido por un número que tiende a infinito es cero”. Es cero, nada, pero no, ese fue el error de los romanos, cero no es la nada, es simplemente un invento, la nada es otra cosa, es como “Mi Muerte”, intransferible, sin metáfora. Febrilmente abrió el diccionario inglés-castellano; “overrate”: sobrestimar. Se vistió. La hebilla del cinturón llegó al mismo agujero señalado por el cuero ajado. Salió a la calle. La luz intensa intentaba penetrar la neblina en la que flotaban sus pasos. Se le ocurrió un lugar común, muy lejos de una buena metáfora, algo así como “Mi Muerte es lo único que realmente poseo”. Sin duda eso no resolvería la cuestión de la eternidad, sobre todo no la resolvería literariamente. Ensimismado en su andar evocó una antigua anécdota en la cual uno de sus amigos relataba estar con alguien en un bar. La persona con quien estaba su amigo le explicaba a éste el sentido de la vida, y en el momento crucial del relato el ruido de un camión desde la calle le impedía escuchar el final. Se detuvo, alzó la vista, había llegado al trabajo. Una mañana más.
Madrid 5 de noviembre de 2007.

Memoria del Holocausto

Eduardo Waisman, Madrid 30 de Enero de 2008
¿Pero qué importa?
Seremos polvo
La eternidad tiene infinita paciencia
La memoria será nada
El planeta se convertirá en plasma
Parte mínima de materia imponderable
Y sin embargo
Sin esa aspiración a ordenar el caos
En definir lo justo
En confiar en que mas allá de nuestra muerte
Habrá algo aquí que tiene sentido hoy
Ese ínfimo instante que existimos
Carecería de dignidad
Y sin ella el único sentido de vivir es vivir
Por eso, y a pesar de ello
Seguir desgastando el abismo
Es casi lo único
Más el amor que no tiene ni necesita sentido
Los recordaré con mi presencia efímera
Trataré que estén contenidos en la memoria de mis nietos
Y que más
Pero que menos

El Zeide Jaime

Crónica de un día
“El Zeide Jaime”
Primera entrega para el Taller Zaitung
Eduardo Waisman 31/1/2007 Madrid
I. Introducción.
Pobre versión de la literatura es la vida. Aparentemente la idea del tiempo nos viene de dos dioses diferentes. De acuerdo a la Wikipedia del Internet dos dioses se confunden mutuamente, Chronos y Crono. El primero sería el dios absoluto y auto-creado del tiempo, el segundo una mera imitación que tiene solo que ver con el tiempo de nosotros, mortales, y de nuestro pasar, marcado por cosechas, primaveras, inviernos, nacimientos y muertes. La literatura es prolija e inodora, la vida la trata de imitar sin conseguirlo, y sin duda huele. ¿Dónde encontraremos traiciones tan espeluznantes como en las obras de Shakespeare? De hecho para traicionar en estilo no se puede improvisar, hay que verlas.
-Escuchame, ¿a qué vienen estas disquisiciones pseudos-filosóficas, contaminadas con fuentes dudosas del Internet?
-La “profe” les dijo de escribir sobre la crónica de un día, y vos no haces más que dar vueltas a boludeces del tamaño del globo terráqueo.
– Bueno, vos sabés que a pesar de la vejez viruela, todavía hay en mí un poquiño de rebelde, de inadaptado, un envejecido “enfant terrible”.
-A veces creo que escribo por culpa literaria, te digo. El otro día, leyendo un libro de esos que te conmueven, me di cuenta, de que como mucha gente de mi generación, yo vivo en las márgenes de las tragedias (¿te das cuenta, para poder hablar de esto, necesito volver a la literatura, sin la cual no habría suficientes adjetivos y comparaciones ni para empezar?). Quiero decir que cuando leo sobre lo que el dios-autor le hace vivir y morir a sus personajes me doy cuenta que mi verdadera conexión con la tragedia y la historia (otra forma literaria) es leer, y escribir entonces, es expiar una culpa, simulando ser parte de aquello que los tremendistas llamamos la gran tragedia humana, es decir, esta puta vida.
-En realidad, profe, yo quiero escribir sobre mi abuelo Jaime (Zeide Jaime) enterrado en un cementerio de São Paulo, y el único personaje de entre los mitos baratos de mi familia al que siempre admiré. Pero claro, que no, que no puedo escribir sobre él así de una sola vez. Tengo que escribirlo en capítulos que alguien lea antes de que yo escriba el siguiente. Como me cuentan que era el Idishe Zaitung de Buenos Aires, o el Di Presse de New York, dónde escribió Bashevis Singer. ¿Te fijás, yo me escapé del idishe schule a los 6 años para nunca volver, y hoy para parecer original meto algunas palabritas en idish?
Volvamos al día y a su cronología. El día empieza cuando el que escribe quiere. Por ejemplo, puede amanecer gris y cargado de presagios, que es ya suponer que el día empieza a la mañana. O puede estar lleno de pajaritos, que por supuesto cantan, o puede empezar a las siete de la tarde en medio de una cámara de gas de Auschwitz. Bueno, ese día comenzaría para algunos y estaría sin duda finalizando para el gaseado, pero esto es de vuelta una consideración cronológica. Y cuánto dura un día. – No, en serio, no es una pregunta en joda, aprendí en la primaria que tiene 24 horas, que el día solar medio tiene 86.400 segundos y esas cosas. ¿Pero cuánto dura el día de un moribundo? ¿Y el de los amantes aturdidos, enamorados de los espejos que Chronos les construye en su infinita y despiadada sátira? Y aún así, aparentemente si “cronometréo” a alguien viajando a una velocidad cercana a la de la luz en el vacío con respecto a mi sistema de referencia el tiempo que mido no es el mismo que pasa para él, cosas de la cuarta dimensión.
–Pero che, ¿a quién se le ocurre mezclar la física con la literatura?
-Bueno, mirá, ya no existe mas que yo sepa el Idishe Zaitung, pero están las reuniones del taller, esperá a la siguiente y te cuento un día en la zaga del nieto de el Zeide Jaime.


El Zeide Jaime Segunda Entrega para el Taller Zaitung
La aparición
Madrid 14 de Febrero de 2007
"Out, out, brief candle! Life's but a walking shadow, a poor player that struts and frets his hour upon the stage and then is heard no more: it is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing. "William Shakespeare. Macbeth (Act V, Scene V).

Cuando conocí a mi abuelo paterno, tendría yo, ya no puedo acordarme, unos diez años. Si él no hubiera aparecido entonces, tendría que haberlo inventado, ya que mi niñez transcurría en medio de un caos gris en el que dominaba la incertidumbre pusilánime de papá. Papá, al que quise más de lo que nunca supe, había sido abandonado a sus 7 u 8 años, con sus otros tres hermanos y su madre, por su padre, el zeide Jaime. Cuando lo del abandono, sucedido un par de años después de la llegada de Varsovia a Buenos Aires, transcurrían los 1920.
¿Quién era ese hombre, viejo, un poco calvo, bajo como papá? Ese hombre que hablaba un castellano quebrado, mezclado con idish y portugués. Mi casa era por entonces un lugar incierto. Un patio frío y pequeño en el medio de una casa angosta con umbral a la calle. El patio separaba las habitaciones de la cocina y el baño, con su calefón de alcohol. Una escalera subía desde un extremo del patio hasta la “piecita de arriba”, donde durante distintas épocas vivieron inquilinos, el último de los cuales me dejó al irse, un lugarcito donde pasar mi adolescencia. La habitación de adelante, que salía del vestíbulo, que también daba al patio, con su balcón bajo ideal para treparse, a la altura casi de los ojos de los transeúntes de esa calle Warnes, estaba ocupada por entonces por otra inquilina. Una vieja con aspecto de bruja que meaba en un “tepale” que llevaba a vaciar al baño, y que cuando se enojaba con nosotros, chicos malos como son los chicos, gritaba en un algún idioma, creando una mezcla indescifrable de palabras.
Mi abuelo era el que faltaba, y entonces, Sofía la ocupante de turno de la piecita de arriba se fue y el Zeide Jaime vino a vivir con nosotros.
No se ya como me fui enterando de su historia. Se que mi creatividad no dio ni da para inventarla totalmente. El zeide volvía 30 años después del abandono, desahuciado, pobre, a pedir la caridad de aquellos al que él había dejado a su suerte, en un país nuevo, en un idioma nuevo, en la soledad suprema de la vulnerabilidad. Volvía a enterarse que su primera esposa, la abandonada, había ya muerto hacía una década, unos días después de mi nacimiento. Era brasilero este zeide ahora, bueno, brasilero a la judía. Había vivido casi todos sus 30 años en São Paulo, donde había hecho fortuna, se había vuelto a casar (bígamo de hecho y derecho), había perdido, una vez, ¿varias veces?, jugado y perdido casi todo, y en esas estaba cuando el cáncer de próstata le dijo basta. Salió corriendo a New York a buscar sus dos hermanas, a las que tampoco había visto en 30 años, corrían los años 50. Buscando, decían después mis tías, parte de los bienes de Varsovia, convertidos antes de viajar unos a Buenos Aires y otros a New York, en marcos alemanes y dólares americanos. Al zeide, dicen, le tocaron los marcos, y eso le dijeron sus hermanas “neoyorquinas”. Disparado a Buenos Aires volvió, como les relataba antes, pobre pero con un óleo, que aparecerá prominente mas tarde en esta saga, que adornó por años una pared de la casa de mi tía Rosa, la hermana mayor de mi papá, que no quiso saber nada de su desgraciado padre, pero que se quedó con el cuadro; de acuerdo al mito familiar, obra de un pintor ruso clásico que valía todo el dinero del mundo.
Quien sino mi madre se apiadaría del zeide, convenciendo a papá de que ya, ya está bien. Aquello pasó hace tantos años…….

No recuerdo haber hablado con el zeide en esos años en que vivió con nosotros. Es decir, si hablaba, pero no una conversación, con preguntas, respuestas y opiniones. Era yo uno de los nietos, que para entonces éramos los tres de mi papá, dos de mi tío, el hermano mayor de papá, y dos de la tía Rosa. Claro, pero el zeide vivía con nosotros. De esos tiempos me quedan varios cosas: los cuentos de portugueses e ingleses que medían 9 metros, un viaje al Tigre, en el delta del Paraná, que a pesar de estar solo a una hora de transporte público yo no había visto nunca, algunas salidas al cine con hermanos y primos, el tallercito que él alquiló a media hora de colectivo de casa donde arreglaba despertadores y relojes de pared, y las historias que otros de la familia me contaban sobre porque el viaje de Varsovia y como había sido su vida los 30 años de Brasil. Y también la verruga, que él tenía detrás de la rodilla izquierda, exactamente donde yo me la descubriría 30 años después de su muerte.
Bueno, para entonces el desahuciado, después de haber sido operado, y por supuesto antes de alquilarse el tallercito, ya no lo estaba, pasando a pronosticado a morir en los próximos ocho años.
Recorrí mucho mundo antes de enterarme que en realidad todo se trataba de relatar esta historia. Pero eso, con otras muchas otras cosas, para la siguiente entrega. Buena semana y buena lectura.

Otra vez la filosofía. De Varsovia a Buenos Aires
El Zeide Jaime: Tercera Entrega para el Taller Zaitung
Madrid 21de Febrero de 2007
“Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos” Jorge Luis Borges, Funes el Memorioso (1941) en Ficciones.

Hay una tumba en São Paulo esperando mi visita. No mi tumba, ni siquiera he decidido decidir sobre que pedir que hagan mis sobrevivientes con mi cadáver (que por supuesto ya no será mío, oscura imperfección de la gramática es la muerte).
Describir el mundo de una manera diferente, desde un punto de vista, de tamaño, de geometría, o de ángulo distinto, peculiar; esa es la tarea del día. No, éste no es un tema que me apasione, ni siquiera lo suficiente para hacer un esfuerzo por meter dentro de la lata de esa forma el contenido que si me interesa.
De romper el condicionamiento implacable de nuestra percepción y de nuestro idioma me desvelan dos aspectos. El primero es porque yo soy yo. No, no me refiero a alguna tontera psicoanalítica sobre la identidad. Me produce vértigo la noción de mi propia conciencia, que por otra parte significa una cadena perpetua detrás de las rejas del idioma en el que pienso, más allá de una lucha continua y fútil por domesticar las palabras. Me fascina y agobia la idea de que cuando el Zeide Jaime navegaba en el barco que lo traía de algún puerto de Europa que desconozco, hacia Buenos Aires, allá por 1920, yo no era (idioma insuficiente y traidor) ni siquiera un proyecto de espermatozoide en los tiernos genitales de papá. Entiendo, a un nivel abstracto, ese asunto de la casualidad infinita, de la evolución, pero ¿qué quiere decir ser conciente de mi propio limitado tiempo en este mundo prefabricado e incomprensible? ¿qué el dolor, el amor, el placer?
El segundo misterio está ligado de manera inextricable a “Funes el Memorioso” de Borges. ¿Inventamos los objetos cuando los nombramos (recordamos sus nombres)? ¿Qué es una silla para alguien que no conoce en ningún idioma el concepto de este objeto hecho subjetivo? Si él, que no tiene la palabra silla en ningún lenguaje, lo viera por primera vez, ¿vería todas las betas de la madera, los detalles geométricos, el color, sin ver una silla en realidad? Me acuerdo siempre de un relato que creo haber inventado, aunque probablemente sea plagiado de algún otro relato escuchado o leído, del emperador de esa tierra lejana que se entera de la presencia del color rojo que no existe en su imperio. Siendo muy culto y aplicado lee, aprende sobre la longitud de onda de los colores, envía emisarios a verlo a otros mundos para que le cuenten todo sobre el rojo a su vuelta, ya que a él le está prohibido abandonar su imperio. Después de todo esto, ¿conoce el emperador el rojo?
-Bueno che, veo que ya empezaste de vuelta con eso de la filosofía, mezclada un poco con esto y aquello, me podés decir ¿qué tiene eso que ver con tu abuelo y su viaje de Polonia a la Argentina?
-Tiene que ver con tratar de imaginarme al zeide pensando en idish y en polaco, tratando de adivinar un futuro que estaba escrito en castellano y portugués, y por lo tanto imposible de prever. Y tratando de entender si Buenos Aires, mi ciudad, existía o la inventa él al llegar y nombrarla por primera vez.
-Dejate ya de esas cosas y contame ya, que sabés de la causa y circunstancias del viaje, y no me aburras más a mi ni a tu mínima audiencia cautiva del Taller Zaitung con divagaciones pseudos-intelectuales
-Se venía escapando, decían mis tías, del jefe de policía de Varsovia, que le seguía la pista por haber hecho una fortuna considerable negociando diamantes robados. Ese jovenzuelo, que era por entonces mi abuelo, tendría unos 27 ó 28 años, y ya cuatro hijos. Se había casado a los 17. De su esposa, que yo nunca conocí, porque como dije en mi entrega anterior, murió unos días después de mi nacimiento, no se nada, ni nunca pregunté mucho tampoco. No era ella parte del mito familiar, salvo en su carácter de abandonada, traicionada y vulnerable que nunca se adaptó a su nueva situación en el nuevo continente, en el culo sur del mundo.
-Se también, de un par de curiosidades sobre esto. Haya sido o no cierto el truculento cuento de los diamantes, el apellido familiar se diversificó, ya sea que lo motivara el deseo, tal la mitología “made in casa”, del zeide de ocultar su identidad en las remotas tierras de América del Sur, o sea ya que los distintos, y todos grises y aburridos, oficinistas de inmigración que escribieron los apellidos como les sonaban. Mi tío abuelo, el hermano de Jaime, que vino y vivió siempre en Buenos Aires, y al que siempre conocí como Tío José supuestamente se quedó con el apellido original; Weinberg. Si no fuera por la fuerza de costumbre, preferiría ser Weinberg a Waisman, mas atractivo me resulta ser un viñedo que un hombre blanco, lo cual dice poco. Tía Rosa terminó como Wajsman, y ahí paro de contar, porque eso de los apellidos es aburrido e inconsecuente.
Mas interesante, pensándolo ahora, es que mi Tío José era un gigante, de metro noventa, comparado con mi lado de la familia, al que siempre miré hacia arriba. Así también salió su hijo, mi primo “El Ñato”, que forma parte del final literario de esta saga, si bien no de su final cronológico.
Veo al zeide atisbar con ansiedad y profundo miedo el puerto de Buenos Aires, ya en ese mar marrón de agua dulce que contiene el lodo arrastrado por miles de kilómetros por esos dos ríos que forman esa mesopotamia sin historia clásica, que termina en una pampa interminable a la que le inventaron una canción que convirtió su convergencia con el magno estuario en ciudad.
Mira a sus cuatro hijos, a su esposa, piensa quizás en el destino, o en los diamantes, o imagina ya la creación del mito, porque el miedo le anticipa el abandono, el convertirse en un trotamundo, no piensa, ni puede en sus futuros nietos.
Hay una tumba en São Paulo que me está esperando, de un cadáver que fue enterrado con su verruga intacta, detrás de la rodilla izquierda, ya ahora convertida en minúsculas trazas de ADN, muy parecido al mío.
La próxima entrega debe, inexorablemente, explicar, porqué mi admiración a este personaje, de alguna manera aborrecible y ausente que fue el zeide. Mientras tanto,
Buena semana y buenos puntos de vista.


El Zeide Jaime: Cuarta Entrega para el Taller Zaitung
De Buenos Aires a Buenos Aires
Madrid 28 de Febrero de 2007
Escuchame: no busques los muertos en el cementerio
Es el último lugar en que los podrías encontrar
Demasiados lamentos, suspiros, tonterías vivientes.
Ni a la muerte
A esa la encontrás todas las mañanas al despertarte,
Y cerciorarte que estás vivo
Y tampoco se pasea por el cementerio
Para que iría allí
Donde escasean los candidatos de su incesante trajinar

No puedo contarles sobre mi admiración al zeide sin describirles, aunque más no sea en unas cuantas líneas, mi casa y la visión intuitiva que tenía yo por entonces de papá. La letanía diaria en la familia íntima de padres y hermanos era sobre el gran sacrificio de papá, para que sus hijos y su esposa vivieran una vida digna, como él, sus hermanos y madre no lo habían hecho a consecuencia del abandono. Papá era un porteño hecho y derecho, más allá de su idish, hablado poco y mezclado con el castellano, y de ir a decir kadish por mi abuela, la abandonada, una vez por año a la sinagoga de la calle Camargo. Pucho tras pucho, fumador irreprimible, siempre con el diario La Razón bajo el brazo para caminar las cuatro cuadras que separaban la casa de Warnes del subte Lacroze en la calle Corrientes. Jugador empedernido de dados, pingos y quiniela. Trasnochador desordenado, mentiroso brillante, ignorante con genio e imaginación, se adivinaban en él su miedo a la responsabilidad de padre y esposo. Siempre tarde, siempre pusilánime frente a los necesarios cambios, odiando el lugarcito en la calle General Hornos con vidriera a la calle, y mostrador al corredor que llevaba a la peluquería del “tano”, propietario al que alquiló por casi 30 años su tallercito de relojería. Siempre protestando su suerte, premonición de mi exilio “deluxe”, por el error de haber el zeide venido a Buenos Aires, antes del abandono, en lugar de ir a la fabulosa New York, donde papá hubiera sido, en su propia evaluación un estupendo mecánico relojero armando complicados engranajes para bombas que hubieran caído sobre los nazis durante la segunda guerra mundial. Papá se consideraba el mejor relojero de Buenos Aires, aunque nadie, mas que yo y unos pocos otros familiares y allegados, registraran esta tabla de posiciones creada por declaración, sin pruebas ni exámenes que oscurecieran el dictamen.
Me acuerdo, entre muchos otros detalles, con los que no los quiero aburrir, caminar esas cuatro cuadras de Warnes a la estación Caning del subte, que paradójicamente estaba en la calle Malabia, estación a la cual hace algunos años, después de medio siglo, alguien decidió finalmente cambiar de nombre. Iba a su lado, al lado de papá, con la esperanza de mis diez años de ir juntos al negocio y pasar unas horas con él. Media cuadra antes de Corrientes su decisión cambiaba, “andá vos, decile a los clientes que vengan, que llego en media hora”, y ahí se iba al café a jugar a los dados por unos pesos, fumando interminablemente, mientras el abandono diario resonaba inútilmente contra la refutable pero poderosa invención materna del sacrificio.
El Zeide Jaime fue un vendaval contra el caos desesperanzado y mistificado. Alguien cercano que había quebrado ese minúsculo y trivial abandono diario y había intentado la gran aventura. No importaban el fracaso, la vuelta con cáncer y sin plata, la humillación de pedir asilo a los que había dejado. El no había puteado todos los días, se había ido, cruzado fronteras, aprendido portugués, hecho negocios con los curas brasileros que le vendían objetos preciosos robados de sus iglesias. Hecho fortuna y perdido fortuna, a lo grande, no jugando a los miserables dados en un café lleno de humo y porteños judíos cómplices del miedo a vivir y a jugársela de verdad, no unos pesos, todo. Como no admirar a ese personaje, que no se quejaba, que ni siquiera pedía perdón. Que resonancias secretas habrá tocado en mi caja de música ese viejo inexplicable, mas imaginado que escuchado.
El Zeide Jaime de vuelta en Buenos Aires, después de 30 años de ausencia; me acuerdo de sus idas y venidas, de los cuentos que nos relataba en la piecita de arriba, donde siempre pandillas de distintas nacionalidades peleaban con otras, portugueses con ingleses y brasileros, y vencían los más altos, los de 9 metros, o más. Ir al cine Mitre, cerca de la estación del subte, con hermanos y primos, pasarse toda la tarde viendo películas de cowboys, después de la discusión del zeide con el acomodador, tratando de convencerlo de que todos los chicos, cuatro o cinco, deberían pagar una sola entrada. Y su taller de Jonte y Segurola, que a diferencia del pasillo de papá, por lo menos tenía puerta. Tan lejos parecían los seis o siete kilómetros (setenta cuadras o algo así) desde General Hornos hasta el otro taller, el de Jonte.
Y después, en los años agónicos del peronismo, con Evita ya muerta y su féretro aun esperando su viaje absurdo y con regreso, el zeide empezó a ir y a volver de Montevideo, desde donde, desafiando controles de precio y aduanas, miles y miles de argentinos y uruguayos se dedicaban al contrabando chiquito, de latas de sardinas, medias de nylon y relojes importados. Hasta que una noche de invierno lo acompañamos al puerto una vez más, a despedirlo, iba nuevamente a Uruguay, cruzando el mar marrón, “el charco”. Pero esta vez dos hombres de sobretodo oscuro se nos acercaron, lo tomaron al zeide del brazo, y le dijeron en voz baja, incontestable de autoridad, “nos acompaña”. No una pregunta, no, un imperativo de aquellos que ni siquiera necesitan gritar. Volvió a casa a la mañana siguiente. Esta escena, en la mortecina luz del puerto, es gris y amarillenta, quizá no estuve y la soñé un número muy grande de veces algún otro momento, en algún otro lugar donde he estado, aquí y ahí.
En el olvido queda que sucedió, más allá de una larga noche en la comisaría anti-contrabando. Años después hablarían mis tías, con el zeide ya ausente y de paradero otra vez desconocido, de denuncias y conspiraciones. Varsovia y los diamantes no habían sido olvidados, solamente reemplazados por latas de sardinas.
Y un día el zeide no volvió. Simplemente se fue, una nueva desaparición. Esta vez conmigo como parte de los testigos vivientes.
Mi admiración no desapareció, se escondió. Siguió mi vida, la universidad, la decisión de ser físico, como mi prima mayor, revolucionaria de veras, la primera mujer de la familia a la universidad, y ni mas ni menos que a las ciencias. En esta etapa creía yo que mi familia no importaba, el Zeide Jaime era un personaje raro que me permitía destacarme en las tertulias y fascinar por cinco minutos de fama a mis amigos tan adolescentes como yo.
Esta desaparición no duraría más allá de mi juventud. Pero esto ya es otra cosa, y a esperar la próxima.
Mientras tanto, no traten de visitar el taller-pasillo de papá, toda la calle General Hornos fue derruida para ensanchar la avenida 9 de Julio, y sobre el del zeide, bueno, nunca supe exactamente la dirección, solamente que se llegaba con el colectivo 106. Buena semana y hasta la próxima entrega.

El Zeide Jaime: Quinta Entrega para el Taller Zaitung
Reaparición: Brasil, siempre Brasil
Eduardo Waisman, Madrid 21 de Marzo de 2007
“All true stories end in death” cita atribuida a Ernest Hemmingway

Nada de lo que yo vivía durante los primeros años de la década de 1960 tenía, en apariencia, relación con el zeide, desaparecido unos años antes en un segundo y menos traumático abandono. En algún momento empezaron a llegarle a papá cuentas de un hospital de Montevideo donde el zeide Jaime había estado internado. De él directamente ni una sola palabra, ni un llamado telefónico. En 1962 llegó la carta del zeide a mamá, ahora si el final era inminente, era cuestión de unos meses. La carta invitaba a papá y mamá, y a todo miembro de la familia que lo quisiera, a ir a vivir a São Paulo, acompañarlo a morir, y hacerse cargo de los negocios que el zeide había reiniciado en esa ciudad, a la cual había llegado después de su misteriosa salida de Buenos Aires, vía Montevideo. Esta segunda reaparición significó la disgregación de mi familia inmediata. Papá, mamá y la menor de los hijos se fueron a vivir a Brasil, mi hermana mayor y yo nos quedamos en Buenos Aires. Mi hermano, que tenía 16 años fue a Brasil, y unos meses después volvió, decidido a que aquello no era para él. En la periferia de mi conciencia parte de mi familia iba y volvía a Brasil, recibía yo cartas y llamados. La mínima prosperidad que vio papá se produjo en esos tiempos. Los negocios de Brasil, no eran brillantes, pero eran mejores que la relojería de la calle General Hornos, que ahora atendía mi hermano.
De nuevo la historia del Zeide Jaime me llegaba por los canales de la interpretación familiar. Nunca directamente de él, siempre a través de intermediarios.
Las cuentas del hospital de Montevideo eran explicables por un episodio de tuberculosis, adquirida en Uruguay durante las condiciones miserables de su paso por ese país. Se había casado en Brasil por tercera vez. Su segunda mujer había muerto allí, años antes, lejos del zeide, cuando él vivía con nosotros. De alguna manera, usando la experiencia de los 30 años de la primera vez, el zeide se establece y prospera en un barrio de los tantos del interminable São Paulo. Después envejece y agoniza, en compañía de papá, mamá, mi hermana menor y su tercera esposa.
No recuerdo haber llorado su muerte sucedida en algún momento de 1965 o 1966. Estaba yo demasiado ocupado en ser joven, sentirme importante e importarme el sentido de mi vida. Creo que no quería saber mucho. Son los años de la invención: me separaba de la familia y me alejaba de sus intrincados aconteceres, cambiándolos por una búsqueda frenética de pertenencia. Ni siquiera sentí, como lo hago ahora, la pérdida irreparable de nunca haberle preguntado directamente al zeide si hubo un porque en sus decisiones, o si fue su vida nada mas navegar las tormentas y descansar las calmas.
Enterrado en el cementerio judío de São Paulo, nada más tenían para hacer en Brasil mamá y papá. Volvieron repartiendo una escasa herencia entre los hermanos de papá, con la consiguientes peleas y acusaciones, que para mi eran ruido fuera de mi zona iluminada. El cuadro, ese que el zeide había traído al regresar a Buenos Aires pobre y decadente, seguía colgado en una pared de la casa de mi tía Rosa. Su valor incalculable sigue incalculado, ignoro que fue de esa pintura, entre la multitud de cosas que ignoro o he olvidado, o nunca he sabido.
El zeide Jaime, me abandonaría otra vez, después de muerto, y esta vez lo haría en New York. Pero esto es el tema de mi última entrega. Mientras tanto, buena semana y dulces sueños con sambas y carnavales.

El Zeide Jaime: Sexta y Última Entrega para el Taller Zaitung
New York, del Bronx a Long Island
Eduardo Waisman. Madrid 21 de Marzo de 2007
Una ciudad donde caben todos los exilios
Aun aquellos inventados para corregir el destino
Viaje equivocado de antepasados cercanos
Contiene también a los que imaginamos vueltas
Puentes de improbables retornos
A los que somos por siempre y por eso inmigrantes de lujo
Participantes involuntarios de un irse antiguo
Puerto de mis sueños confusos
Y el nacimiento de mis hijos

Este recuerdo, es el final de esta saga. Saga en la cual he incluido poca cosa mas que un boceto descuidado y de trazos rápidos de la intersección de mi vida con la del Zeide Jaime. Sucede en 1967 en New York, ciudad de mi primer viaje de avión, de mi primer coche, de aprender a soñar en inglés, de sorprenderme de todo y por todo. Casi al llegar, sin saber muy bien porque, buscamos en la guía telefónica a Esther, la hermana del Zeide Jaime. La encontré, supo quien era. La visité, conocí a su familia. Ahora que lo pienso nunca se habló del Zeide Jaime, ella sabía de su muerte en Brasil.
Transcurre mi primer verano en New York. Superadas ya incontables peripecias ocurridas en una mezcla confusa de idioma y tiempo, conduzco con orgullo por sus calles mi primer coche. Recibo el llamado de Esther, no entiendo, pregunto nuevamente.
-Pero, ¿por qué tengo que llevarlos yo a Uds. a Long Island, porqué tengo que hacer esos 50 kilómetros con vos, tu esposo, tus dos hijos nacidos y criados aquí, yo que apenas comienzo a negociar sus rutas y rincones?
-Eduardo, me dice Esther, necesito que nos lleves este sábado. Vas, nos esperás un poco y nos volvemos. No te preocupes, te indicamos el camino.
Los voy a buscar a su casa, cabemos apenas en el coche. Es una mañana luminosa y húmeda. Se habla de nada, soy el chofer de la familia de Esther, voy a Long Island, pero no parece una isla, solo una continuación del Bronx, desde donde vive Esther puente más o menos.
Llegamos, un salón de fiesta en una avenida. Estaciono el coche y Esther me dice, venimos a una fiesta, esperanos aquí unos minutos ya volvemos. Estoy sentado en el coche. Ya no me acuerdo, pero debo haber tenido un sensación de absurdo al cual debo haber intentado combatir diciéndome, bueno estos judíos yanquis son extraños. Vuelve Esther, sola, demudada y me dice:
-Ya te podés ir, muchas gracias, encontraremos otra forma de volver.
De regreso, una tristeza rara me inunda. Estoy de vuelta en el Bronx, donde también vivimos nosotros. Trato de olvidar, de arrancarme la sensación de irrealidad, al borde de la cordura.
Una semana después me llama Esther por teléfono,
-Eduardo, no te quiso ver en la boda, no me dejó que entraras
-Esther, ¿de qué estás hablando, de que boda, quién no quiso que yo entrara?
-Mi hermana, tu otra tía abuela, la que se quedó con los dólares y le dio los marcos al Zeide Jaime, es muy rica, ¿sabés?, y se casaba su hija, quise darte la sorpresa y que se conocieran, pero me dijo que no, que no tenía la menor intención de que otro argentino aprovechado se entrometiera en su vida.
-¿De qué habla tu hermana, Esther?
-Del Ñato, Eduardo, habla del hijo de mi hermano José, el cuarto de los hermanos, vos lo conocés, son los altos. El Ñato se le apareció a mi hermana con la historia de que se había muerto toda su familia en un accidente de tráfico y vivió a costillas de ellos por un año hasta que al final lo echaron.
Por incongruente que fuera lo que estaba escuchando era creíble, ya que el Ñato era un personaje errático y al que nunca había asociado yo con otra cosa que con sus andanzas por el mundo del “catch-as-catch- can”.
Esto es todo lo que recuerdo de esa conversación telefónica, eso y una profunda sensación de soledad y equívoco, el Zeide Jaime me había abandonado una vez más. Yo era del otro lado, era del puerto equivocado, nada importaba que ya hubiera llegado a la meca lejana del mensaje mesiánico. Nunca pertenecería, los antiguos exilados me condenaban a mi nuevo ostracismo.
Bueno, esto es todo, buena lectura si deciden leer esto, y buena vida, de semana en semana.