Eduardo Waisman, Madrid 30 de Octubre de 2006.
El olor inconfundible del mar oscuro en una noche de verano. Mar de Ajó y los médanos, el reflejo de mortecinas luces de pueblo costero elemental, y la luna. La playa es interminable, a esa edad para nada importa si va de norte a sur, si es el Atlántico o el Pacífico. Es el mar, fuera de la ciudad sucia y gastada y del calor ingrato del asfalto derritiéndose debajo de zapatos gastados.
Tan lejos de Cádiz, Mar de Ajó. Podría imaginarme a esos españoles, ignorantes de su destino, impulsados por fuerzas que nunca comprendieron, hacer ese viaje hace cinco siglos. En Cádiz, sin embargo, ese olor a mar oscuro es mas civilizado, domesticado, pero reconocible. En lugar de estar con mis padres y hermanos estoy viendo a mis nietos corretear por la arena apenas iluminada por los focos distantes de la urbanización.
Los recuerdos empiezan a vagar, traicionando con determinada pena este presente imperioso. Esa noche de verano en el Atlántico Sur, el único recuerdo de felicidad auténtica registrado en mi infancia. Un momento completo, sin repetición.
Mi papá, que nunca estaba, había venido por el fin de semana. Los relojes reparados entre pucho y pucho, que se fumaban solos, habrían pagado el pasaje. Habrá recorrido por unas horas esos caminos de tierra intransitables después de la lluvia. Y ahí estábamos nosotros, la familia de la cual él escapaba diariamente, incapaz de hacerse cargo, pero al mismo tiempo incapaz de huir, como lo había hecho su padre. Judíos errantes que nunca se harían ricos ni ganarían el Nobel.
El mar a nuestra derecha, papá con un brazo sobre el hombro de mamá. El mar yendo y volviendo desgastando la nada. Mis cinco años siguiendo la linterna que alumbraba nuestro paseo y el faro a lo lejos. No hacían falta las sirenas.
Siguiendo el recuerdo de ese olor muchos años mas tarde, retornando de mi exilio inventado, y siguiendo caminos ya pavimentados, volví una tarde a Mar de Ajó. El olor se confundía con la táctil caricia de la humedad salada agitada por el viento. Pobre y feo ese pueblo construido por inmigrantes italianos que tendrían su historia, sus miles de historias. Mis ojos habían visto mundo a pesar de una niñez gris y desosegada. Había conseguido salir y explorar. Pero ese instante aun estaba ahí, es decir aquí.
No, Cádiz no está cerca de Mar de Ajó, ni yo. Me di vuelta, “vamos chicos hay que volver a casa”
Eduardo Waisman, Madrid 30 de Octubre de 2006.
martes, 29 de abril de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario