martes, 29 de abril de 2008

Propiedad Privada

Se despertó como casi todas las mañanas. Le dolía la espalda, la zona lumbar como diría su instructor de gimnasia. Tenía esa sensación que era para él una vieja conocida, de estar en una nube. Sabía que estaba despierto, se movía como si estuviera despierto, pero abrumado, alejado de la realidad cotidiana, separado de ella por esa incierta materia. Mientras se hacía el café se acordó del sueño, bueno, al menos de uno de los sueños, el que volvía en ese momento. Bailaba un tango con un hombre alto, distinguido, vestido impecablemente, como él nunca lo haría. El hombre bailaba a la manera del arrabal de antes, que él naturalmente nunca había conocido más que en mitos vulgares y algún buen cuento. En uno de los giros, que ejecutó torpemente, no sabía bailar ni aún en sueños, el hombre elegante acercó la boca a su oído. Pudo oler un perfume tenue, conocido e inquietante, no logró ubicarlo en su archivo sensorial, pero era parte del todo, del absurdo, del sueño y del despertar. Fue al baño, la niebla lo siguió. Mientras se afeitaba le dolía la memoria, se imaginaba luces de todos colores moviéndose rápidamente de neurona a neurona tratando de reconstruir las palabras del hombre de traje y corbata. Había leído en algún libro de divulgación científica sobre los experimentos cerebrales y las lucecitas que se prenden y se apagan señalando la actividad de distintas zonas de esa materia gris que supuestamente alberga el alma. Se secó la cara, se miró al espejo con desprecio y desilusión. Y de repente volvieron las palabras con sonido y perfume:
“La eternidad es larga”, “Life is overrated”, y finalmente “La Muerte y Tu Muerte son abismalmente diferentes”. Tuvo que sentarse, ¿qué carajo podrían significar esas boludeces? Además, como habría podido el hombre alto y buen bailador haber dicho todo eso en un solo giro. El no bailaba el tango, ni con hombres ni con mujeres. Se le ocurrió que todo era una trampa de algún psicoanalista para hacerlo volver y volver a su consulta y explicarle que en unos cuarenta o cincuenta años, si bien no comprenderían del todo el significado del sueño, al menos entenderían que relación tenía con su madre.
Y de repente se acordó. Se acordó que debía morir. No quizás esa mañana. Y supo que le faltaba una metáfora para hablarse a sí mismo de su muerte. Sobre La Muerte había numerosas metáforas, escritos, libros, canciones, archivos de Microsoft Word, definiciones, poemas: “qué es La Muerte, una ilusión…”, pero no, eso era la vida. También volvió a él un verso de un poema matemático escuchado por primera vez en un aula con otros trescientos cincuenta alumnos: “el límite de cualquier número dividido por un número que tiende a infinito es cero”. Es cero, nada, pero no, ese fue el error de los romanos, cero no es la nada, es simplemente un invento, la nada es otra cosa, es como “Mi Muerte”, intransferible, sin metáfora. Febrilmente abrió el diccionario inglés-castellano; “overrate”: sobrestimar. Se vistió. La hebilla del cinturón llegó al mismo agujero señalado por el cuero ajado. Salió a la calle. La luz intensa intentaba penetrar la neblina en la que flotaban sus pasos. Se le ocurrió un lugar común, muy lejos de una buena metáfora, algo así como “Mi Muerte es lo único que realmente poseo”. Sin duda eso no resolvería la cuestión de la eternidad, sobre todo no la resolvería literariamente. Ensimismado en su andar evocó una antigua anécdota en la cual uno de sus amigos relataba estar con alguien en un bar. La persona con quien estaba su amigo le explicaba a éste el sentido de la vida, y en el momento crucial del relato el ruido de un camión desde la calle le impedía escuchar el final. Se detuvo, alzó la vista, había llegado al trabajo. Una mañana más.
Madrid 5 de noviembre de 2007.

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