martes, 29 de abril de 2008

La Propuesta

“Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms”. Fetichistas S.A. en Desastres Íntimos, Cristina Peri Rossi.
Se había vuelto completamente loco por la nuca de Anita. Hasta ese momento él se consideraba un hombre normal, observador de culos y tetas de mujeres. Las nucas nunca le habían interesado en lo más mínimo. Pero ese maldito cuento, leído un par de veces antes de volverla a ver, como siempre, en la peluquería donde ella le lavaba cada cinco o seis semanas el pelo con champú especial, fue su perdición. Ni siquiera se acordaba cuándo y cómo había empezado a mirarle la nuca. En realidad lo lógico es que ella, si así lo deseara, cosa que él ignoraba, observara la suya durante el lavado o el enjuague. La nuca, larga, con una ligera hendidura, simétrica, achocolatada casi. No podía ni pensar en cómo se conectaba esa nuca con el resto. Saltaba inmediatamente de la mirada, recordada o imaginada, a una ansiedad imparable por lamer, acariciar, hablarle a la nuca de manera dulce y disimulada. La erección era instantánea, indudable, mezcla de dolor y placeres anunciados. Cuando trataba de imaginarse follar con ella la excitación desaparecía, y volvía la nuca, con una sensación de desazón solo reconocible por un hombre después de un coito sin amor, y sin sentido, después de haber echado para afuera unos cuantos centímetros cúbicos de esperma.
Entonces supo que tenía que proponérselo. Solo la muerte, la de él, la de ella o la de la nuca, podría impedir formularle la propuesta. Los términos fueron claros desde siempre, el problema era como decírselo a ella, la dueña inocente de lo por él deseado.
Ya tenía el pelo suficientemente largo, pidió turno por teléfono como siempre, lo atendió Celia. Miércoles a las diez de la mañana.
Cuando salió para la peluquería el miércoles a las nueve y media, el sol brillaba como sin remedio, las nubes podían ser solo un recuerdo, un conocimiento inservible. Llegó andando las quince cuadras de siempre, la gente pasaba para un lado y otro como si él estuviese detenido, cosas de la velocidad relativa cuando uno anda en otra cosa.
Le dijo hola a Anita, se sentó en la silla-lavabo y cuando ella se inclinó a ponerle la toalla le susurró al oído:
–Hoy tenés que encontrarte conmigo cuando salgás de aquí, te espero en el hotel Francia, pedí el sobre en la conserjería, allí estará la llave de la habitación, sé que esto es extraño, pero es de vida o muerte para mi, además si lo hacés va a haber en el sobre un cheque por mil euros firmado y a tu nombre.
Todo esto fue dicho de un tiro, sin respirar, en voz muy baja, como se le habla al destino. Ella quedó alelada, quieta, triste, pensó él, aunque no la veía. No pronunció palabra, no hubo ningún cambio en la presión de sus dedos, fue un champú normal y agradable.
A las siete, ella salía del trabajo a las siete y media, él estaba ya en el cuarto 1087 del hotel Francia, cuatro estrellas, discretamente ubicado a dos cuadras de la peluquería. Se recostó y quizás durmió unos minutos. A las ocho y cuarto, lo supo porque miró el reloj cuando escuchó la llave electrónica en la puerta, entró. Se sentó en la cama, con su espalda hacia él, intentó desvestirse en silencio. Impidiéndoselo él dijo:
–No, quedate así, solo estirá el cuello sin mirarme.
Comenzó despacio, con caricias ligeras, de arriba abajo, de abajo a arriba, recorriendo el camino desde la espalda hasta casi la cabeza, metiendo sus dedos debajo del pelo que ocultaba esa joya maravillosa y tibia. Después empezó a lamerla, tratando de no babear demasiado, apoyó su verga tiesa en la nuca. Un quejido salió de toda Anita, incomprensible, quieto y desesperado.
Y en una voz donde todas las humillaciones quedaban chicas ella dijo:
–No, eso no, eso me hacían después de la picana, y lo peor es que yo me mojaba.

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