Crónica de un día
“El Zeide Jaime”
Primera entrega para el Taller Zaitung
Eduardo Waisman 31/1/2007 Madrid
I. Introducción.
Pobre versión de la literatura es la vida. Aparentemente la idea del tiempo nos viene de dos dioses diferentes. De acuerdo a la Wikipedia del Internet dos dioses se confunden mutuamente, Chronos y Crono. El primero sería el dios absoluto y auto-creado del tiempo, el segundo una mera imitación que tiene solo que ver con el tiempo de nosotros, mortales, y de nuestro pasar, marcado por cosechas, primaveras, inviernos, nacimientos y muertes. La literatura es prolija e inodora, la vida la trata de imitar sin conseguirlo, y sin duda huele. ¿Dónde encontraremos traiciones tan espeluznantes como en las obras de Shakespeare? De hecho para traicionar en estilo no se puede improvisar, hay que verlas.
-Escuchame, ¿a qué vienen estas disquisiciones pseudos-filosóficas, contaminadas con fuentes dudosas del Internet?
-La “profe” les dijo de escribir sobre la crónica de un día, y vos no haces más que dar vueltas a boludeces del tamaño del globo terráqueo.
– Bueno, vos sabés que a pesar de la vejez viruela, todavía hay en mí un poquiño de rebelde, de inadaptado, un envejecido “enfant terrible”.
-A veces creo que escribo por culpa literaria, te digo. El otro día, leyendo un libro de esos que te conmueven, me di cuenta, de que como mucha gente de mi generación, yo vivo en las márgenes de las tragedias (¿te das cuenta, para poder hablar de esto, necesito volver a la literatura, sin la cual no habría suficientes adjetivos y comparaciones ni para empezar?). Quiero decir que cuando leo sobre lo que el dios-autor le hace vivir y morir a sus personajes me doy cuenta que mi verdadera conexión con la tragedia y la historia (otra forma literaria) es leer, y escribir entonces, es expiar una culpa, simulando ser parte de aquello que los tremendistas llamamos la gran tragedia humana, es decir, esta puta vida.
-En realidad, profe, yo quiero escribir sobre mi abuelo Jaime (Zeide Jaime) enterrado en un cementerio de São Paulo, y el único personaje de entre los mitos baratos de mi familia al que siempre admiré. Pero claro, que no, que no puedo escribir sobre él así de una sola vez. Tengo que escribirlo en capítulos que alguien lea antes de que yo escriba el siguiente. Como me cuentan que era el Idishe Zaitung de Buenos Aires, o el Di Presse de New York, dónde escribió Bashevis Singer. ¿Te fijás, yo me escapé del idishe schule a los 6 años para nunca volver, y hoy para parecer original meto algunas palabritas en idish?
Volvamos al día y a su cronología. El día empieza cuando el que escribe quiere. Por ejemplo, puede amanecer gris y cargado de presagios, que es ya suponer que el día empieza a la mañana. O puede estar lleno de pajaritos, que por supuesto cantan, o puede empezar a las siete de la tarde en medio de una cámara de gas de Auschwitz. Bueno, ese día comenzaría para algunos y estaría sin duda finalizando para el gaseado, pero esto es de vuelta una consideración cronológica. Y cuánto dura un día. – No, en serio, no es una pregunta en joda, aprendí en la primaria que tiene 24 horas, que el día solar medio tiene 86.400 segundos y esas cosas. ¿Pero cuánto dura el día de un moribundo? ¿Y el de los amantes aturdidos, enamorados de los espejos que Chronos les construye en su infinita y despiadada sátira? Y aún así, aparentemente si “cronometréo” a alguien viajando a una velocidad cercana a la de la luz en el vacío con respecto a mi sistema de referencia el tiempo que mido no es el mismo que pasa para él, cosas de la cuarta dimensión.
–Pero che, ¿a quién se le ocurre mezclar la física con la literatura?
-Bueno, mirá, ya no existe mas que yo sepa el Idishe Zaitung, pero están las reuniones del taller, esperá a la siguiente y te cuento un día en la zaga del nieto de el Zeide Jaime.
El Zeide Jaime Segunda Entrega para el Taller Zaitung
La aparición
Madrid 14 de Febrero de 2007
"Out, out, brief candle! Life's but a walking shadow, a poor player that struts and frets his hour upon the stage and then is heard no more: it is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing. "William Shakespeare. Macbeth (Act V, Scene V).
Cuando conocí a mi abuelo paterno, tendría yo, ya no puedo acordarme, unos diez años. Si él no hubiera aparecido entonces, tendría que haberlo inventado, ya que mi niñez transcurría en medio de un caos gris en el que dominaba la incertidumbre pusilánime de papá. Papá, al que quise más de lo que nunca supe, había sido abandonado a sus 7 u 8 años, con sus otros tres hermanos y su madre, por su padre, el zeide Jaime. Cuando lo del abandono, sucedido un par de años después de la llegada de Varsovia a Buenos Aires, transcurrían los 1920.
¿Quién era ese hombre, viejo, un poco calvo, bajo como papá? Ese hombre que hablaba un castellano quebrado, mezclado con idish y portugués. Mi casa era por entonces un lugar incierto. Un patio frío y pequeño en el medio de una casa angosta con umbral a la calle. El patio separaba las habitaciones de la cocina y el baño, con su calefón de alcohol. Una escalera subía desde un extremo del patio hasta la “piecita de arriba”, donde durante distintas épocas vivieron inquilinos, el último de los cuales me dejó al irse, un lugarcito donde pasar mi adolescencia. La habitación de adelante, que salía del vestíbulo, que también daba al patio, con su balcón bajo ideal para treparse, a la altura casi de los ojos de los transeúntes de esa calle Warnes, estaba ocupada por entonces por otra inquilina. Una vieja con aspecto de bruja que meaba en un “tepale” que llevaba a vaciar al baño, y que cuando se enojaba con nosotros, chicos malos como son los chicos, gritaba en un algún idioma, creando una mezcla indescifrable de palabras.
Mi abuelo era el que faltaba, y entonces, Sofía la ocupante de turno de la piecita de arriba se fue y el Zeide Jaime vino a vivir con nosotros.
No se ya como me fui enterando de su historia. Se que mi creatividad no dio ni da para inventarla totalmente. El zeide volvía 30 años después del abandono, desahuciado, pobre, a pedir la caridad de aquellos al que él había dejado a su suerte, en un país nuevo, en un idioma nuevo, en la soledad suprema de la vulnerabilidad. Volvía a enterarse que su primera esposa, la abandonada, había ya muerto hacía una década, unos días después de mi nacimiento. Era brasilero este zeide ahora, bueno, brasilero a la judía. Había vivido casi todos sus 30 años en São Paulo, donde había hecho fortuna, se había vuelto a casar (bígamo de hecho y derecho), había perdido, una vez, ¿varias veces?, jugado y perdido casi todo, y en esas estaba cuando el cáncer de próstata le dijo basta. Salió corriendo a New York a buscar sus dos hermanas, a las que tampoco había visto en 30 años, corrían los años 50. Buscando, decían después mis tías, parte de los bienes de Varsovia, convertidos antes de viajar unos a Buenos Aires y otros a New York, en marcos alemanes y dólares americanos. Al zeide, dicen, le tocaron los marcos, y eso le dijeron sus hermanas “neoyorquinas”. Disparado a Buenos Aires volvió, como les relataba antes, pobre pero con un óleo, que aparecerá prominente mas tarde en esta saga, que adornó por años una pared de la casa de mi tía Rosa, la hermana mayor de mi papá, que no quiso saber nada de su desgraciado padre, pero que se quedó con el cuadro; de acuerdo al mito familiar, obra de un pintor ruso clásico que valía todo el dinero del mundo.
Quien sino mi madre se apiadaría del zeide, convenciendo a papá de que ya, ya está bien. Aquello pasó hace tantos años…….
No recuerdo haber hablado con el zeide en esos años en que vivió con nosotros. Es decir, si hablaba, pero no una conversación, con preguntas, respuestas y opiniones. Era yo uno de los nietos, que para entonces éramos los tres de mi papá, dos de mi tío, el hermano mayor de papá, y dos de la tía Rosa. Claro, pero el zeide vivía con nosotros. De esos tiempos me quedan varios cosas: los cuentos de portugueses e ingleses que medían 9 metros, un viaje al Tigre, en el delta del Paraná, que a pesar de estar solo a una hora de transporte público yo no había visto nunca, algunas salidas al cine con hermanos y primos, el tallercito que él alquiló a media hora de colectivo de casa donde arreglaba despertadores y relojes de pared, y las historias que otros de la familia me contaban sobre porque el viaje de Varsovia y como había sido su vida los 30 años de Brasil. Y también la verruga, que él tenía detrás de la rodilla izquierda, exactamente donde yo me la descubriría 30 años después de su muerte.
Bueno, para entonces el desahuciado, después de haber sido operado, y por supuesto antes de alquilarse el tallercito, ya no lo estaba, pasando a pronosticado a morir en los próximos ocho años.
Recorrí mucho mundo antes de enterarme que en realidad todo se trataba de relatar esta historia. Pero eso, con otras muchas otras cosas, para la siguiente entrega. Buena semana y buena lectura.
Otra vez la filosofía. De Varsovia a Buenos Aires
El Zeide Jaime: Tercera Entrega para el Taller Zaitung
Madrid 21de Febrero de 2007
“Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos” Jorge Luis Borges, Funes el Memorioso (1941) en Ficciones.
Hay una tumba en São Paulo esperando mi visita. No mi tumba, ni siquiera he decidido decidir sobre que pedir que hagan mis sobrevivientes con mi cadáver (que por supuesto ya no será mío, oscura imperfección de la gramática es la muerte).
Describir el mundo de una manera diferente, desde un punto de vista, de tamaño, de geometría, o de ángulo distinto, peculiar; esa es la tarea del día. No, éste no es un tema que me apasione, ni siquiera lo suficiente para hacer un esfuerzo por meter dentro de la lata de esa forma el contenido que si me interesa.
De romper el condicionamiento implacable de nuestra percepción y de nuestro idioma me desvelan dos aspectos. El primero es porque yo soy yo. No, no me refiero a alguna tontera psicoanalítica sobre la identidad. Me produce vértigo la noción de mi propia conciencia, que por otra parte significa una cadena perpetua detrás de las rejas del idioma en el que pienso, más allá de una lucha continua y fútil por domesticar las palabras. Me fascina y agobia la idea de que cuando el Zeide Jaime navegaba en el barco que lo traía de algún puerto de Europa que desconozco, hacia Buenos Aires, allá por 1920, yo no era (idioma insuficiente y traidor) ni siquiera un proyecto de espermatozoide en los tiernos genitales de papá. Entiendo, a un nivel abstracto, ese asunto de la casualidad infinita, de la evolución, pero ¿qué quiere decir ser conciente de mi propio limitado tiempo en este mundo prefabricado e incomprensible? ¿qué el dolor, el amor, el placer?
El segundo misterio está ligado de manera inextricable a “Funes el Memorioso” de Borges. ¿Inventamos los objetos cuando los nombramos (recordamos sus nombres)? ¿Qué es una silla para alguien que no conoce en ningún idioma el concepto de este objeto hecho subjetivo? Si él, que no tiene la palabra silla en ningún lenguaje, lo viera por primera vez, ¿vería todas las betas de la madera, los detalles geométricos, el color, sin ver una silla en realidad? Me acuerdo siempre de un relato que creo haber inventado, aunque probablemente sea plagiado de algún otro relato escuchado o leído, del emperador de esa tierra lejana que se entera de la presencia del color rojo que no existe en su imperio. Siendo muy culto y aplicado lee, aprende sobre la longitud de onda de los colores, envía emisarios a verlo a otros mundos para que le cuenten todo sobre el rojo a su vuelta, ya que a él le está prohibido abandonar su imperio. Después de todo esto, ¿conoce el emperador el rojo?
-Bueno che, veo que ya empezaste de vuelta con eso de la filosofía, mezclada un poco con esto y aquello, me podés decir ¿qué tiene eso que ver con tu abuelo y su viaje de Polonia a la Argentina?
-Tiene que ver con tratar de imaginarme al zeide pensando en idish y en polaco, tratando de adivinar un futuro que estaba escrito en castellano y portugués, y por lo tanto imposible de prever. Y tratando de entender si Buenos Aires, mi ciudad, existía o la inventa él al llegar y nombrarla por primera vez.
-Dejate ya de esas cosas y contame ya, que sabés de la causa y circunstancias del viaje, y no me aburras más a mi ni a tu mínima audiencia cautiva del Taller Zaitung con divagaciones pseudos-intelectuales
-Se venía escapando, decían mis tías, del jefe de policía de Varsovia, que le seguía la pista por haber hecho una fortuna considerable negociando diamantes robados. Ese jovenzuelo, que era por entonces mi abuelo, tendría unos 27 ó 28 años, y ya cuatro hijos. Se había casado a los 17. De su esposa, que yo nunca conocí, porque como dije en mi entrega anterior, murió unos días después de mi nacimiento, no se nada, ni nunca pregunté mucho tampoco. No era ella parte del mito familiar, salvo en su carácter de abandonada, traicionada y vulnerable que nunca se adaptó a su nueva situación en el nuevo continente, en el culo sur del mundo.
-Se también, de un par de curiosidades sobre esto. Haya sido o no cierto el truculento cuento de los diamantes, el apellido familiar se diversificó, ya sea que lo motivara el deseo, tal la mitología “made in casa”, del zeide de ocultar su identidad en las remotas tierras de América del Sur, o sea ya que los distintos, y todos grises y aburridos, oficinistas de inmigración que escribieron los apellidos como les sonaban. Mi tío abuelo, el hermano de Jaime, que vino y vivió siempre en Buenos Aires, y al que siempre conocí como Tío José supuestamente se quedó con el apellido original; Weinberg. Si no fuera por la fuerza de costumbre, preferiría ser Weinberg a Waisman, mas atractivo me resulta ser un viñedo que un hombre blanco, lo cual dice poco. Tía Rosa terminó como Wajsman, y ahí paro de contar, porque eso de los apellidos es aburrido e inconsecuente.
Mas interesante, pensándolo ahora, es que mi Tío José era un gigante, de metro noventa, comparado con mi lado de la familia, al que siempre miré hacia arriba. Así también salió su hijo, mi primo “El Ñato”, que forma parte del final literario de esta saga, si bien no de su final cronológico.
Veo al zeide atisbar con ansiedad y profundo miedo el puerto de Buenos Aires, ya en ese mar marrón de agua dulce que contiene el lodo arrastrado por miles de kilómetros por esos dos ríos que forman esa mesopotamia sin historia clásica, que termina en una pampa interminable a la que le inventaron una canción que convirtió su convergencia con el magno estuario en ciudad.
Mira a sus cuatro hijos, a su esposa, piensa quizás en el destino, o en los diamantes, o imagina ya la creación del mito, porque el miedo le anticipa el abandono, el convertirse en un trotamundo, no piensa, ni puede en sus futuros nietos.
Hay una tumba en São Paulo que me está esperando, de un cadáver que fue enterrado con su verruga intacta, detrás de la rodilla izquierda, ya ahora convertida en minúsculas trazas de ADN, muy parecido al mío.
La próxima entrega debe, inexorablemente, explicar, porqué mi admiración a este personaje, de alguna manera aborrecible y ausente que fue el zeide. Mientras tanto,
Buena semana y buenos puntos de vista.
El Zeide Jaime: Cuarta Entrega para el Taller Zaitung
De Buenos Aires a Buenos Aires
Madrid 28 de Febrero de 2007
Escuchame: no busques los muertos en el cementerio
Es el último lugar en que los podrías encontrar
Demasiados lamentos, suspiros, tonterías vivientes.
Ni a la muerte
A esa la encontrás todas las mañanas al despertarte,
Y cerciorarte que estás vivo
Y tampoco se pasea por el cementerio
Para que iría allí
Donde escasean los candidatos de su incesante trajinar
No puedo contarles sobre mi admiración al zeide sin describirles, aunque más no sea en unas cuantas líneas, mi casa y la visión intuitiva que tenía yo por entonces de papá. La letanía diaria en la familia íntima de padres y hermanos era sobre el gran sacrificio de papá, para que sus hijos y su esposa vivieran una vida digna, como él, sus hermanos y madre no lo habían hecho a consecuencia del abandono. Papá era un porteño hecho y derecho, más allá de su idish, hablado poco y mezclado con el castellano, y de ir a decir kadish por mi abuela, la abandonada, una vez por año a la sinagoga de la calle Camargo. Pucho tras pucho, fumador irreprimible, siempre con el diario La Razón bajo el brazo para caminar las cuatro cuadras que separaban la casa de Warnes del subte Lacroze en la calle Corrientes. Jugador empedernido de dados, pingos y quiniela. Trasnochador desordenado, mentiroso brillante, ignorante con genio e imaginación, se adivinaban en él su miedo a la responsabilidad de padre y esposo. Siempre tarde, siempre pusilánime frente a los necesarios cambios, odiando el lugarcito en la calle General Hornos con vidriera a la calle, y mostrador al corredor que llevaba a la peluquería del “tano”, propietario al que alquiló por casi 30 años su tallercito de relojería. Siempre protestando su suerte, premonición de mi exilio “deluxe”, por el error de haber el zeide venido a Buenos Aires, antes del abandono, en lugar de ir a la fabulosa New York, donde papá hubiera sido, en su propia evaluación un estupendo mecánico relojero armando complicados engranajes para bombas que hubieran caído sobre los nazis durante la segunda guerra mundial. Papá se consideraba el mejor relojero de Buenos Aires, aunque nadie, mas que yo y unos pocos otros familiares y allegados, registraran esta tabla de posiciones creada por declaración, sin pruebas ni exámenes que oscurecieran el dictamen.
Me acuerdo, entre muchos otros detalles, con los que no los quiero aburrir, caminar esas cuatro cuadras de Warnes a la estación Caning del subte, que paradójicamente estaba en la calle Malabia, estación a la cual hace algunos años, después de medio siglo, alguien decidió finalmente cambiar de nombre. Iba a su lado, al lado de papá, con la esperanza de mis diez años de ir juntos al negocio y pasar unas horas con él. Media cuadra antes de Corrientes su decisión cambiaba, “andá vos, decile a los clientes que vengan, que llego en media hora”, y ahí se iba al café a jugar a los dados por unos pesos, fumando interminablemente, mientras el abandono diario resonaba inútilmente contra la refutable pero poderosa invención materna del sacrificio.
El Zeide Jaime fue un vendaval contra el caos desesperanzado y mistificado. Alguien cercano que había quebrado ese minúsculo y trivial abandono diario y había intentado la gran aventura. No importaban el fracaso, la vuelta con cáncer y sin plata, la humillación de pedir asilo a los que había dejado. El no había puteado todos los días, se había ido, cruzado fronteras, aprendido portugués, hecho negocios con los curas brasileros que le vendían objetos preciosos robados de sus iglesias. Hecho fortuna y perdido fortuna, a lo grande, no jugando a los miserables dados en un café lleno de humo y porteños judíos cómplices del miedo a vivir y a jugársela de verdad, no unos pesos, todo. Como no admirar a ese personaje, que no se quejaba, que ni siquiera pedía perdón. Que resonancias secretas habrá tocado en mi caja de música ese viejo inexplicable, mas imaginado que escuchado.
El Zeide Jaime de vuelta en Buenos Aires, después de 30 años de ausencia; me acuerdo de sus idas y venidas, de los cuentos que nos relataba en la piecita de arriba, donde siempre pandillas de distintas nacionalidades peleaban con otras, portugueses con ingleses y brasileros, y vencían los más altos, los de 9 metros, o más. Ir al cine Mitre, cerca de la estación del subte, con hermanos y primos, pasarse toda la tarde viendo películas de cowboys, después de la discusión del zeide con el acomodador, tratando de convencerlo de que todos los chicos, cuatro o cinco, deberían pagar una sola entrada. Y su taller de Jonte y Segurola, que a diferencia del pasillo de papá, por lo menos tenía puerta. Tan lejos parecían los seis o siete kilómetros (setenta cuadras o algo así) desde General Hornos hasta el otro taller, el de Jonte.
Y después, en los años agónicos del peronismo, con Evita ya muerta y su féretro aun esperando su viaje absurdo y con regreso, el zeide empezó a ir y a volver de Montevideo, desde donde, desafiando controles de precio y aduanas, miles y miles de argentinos y uruguayos se dedicaban al contrabando chiquito, de latas de sardinas, medias de nylon y relojes importados. Hasta que una noche de invierno lo acompañamos al puerto una vez más, a despedirlo, iba nuevamente a Uruguay, cruzando el mar marrón, “el charco”. Pero esta vez dos hombres de sobretodo oscuro se nos acercaron, lo tomaron al zeide del brazo, y le dijeron en voz baja, incontestable de autoridad, “nos acompaña”. No una pregunta, no, un imperativo de aquellos que ni siquiera necesitan gritar. Volvió a casa a la mañana siguiente. Esta escena, en la mortecina luz del puerto, es gris y amarillenta, quizá no estuve y la soñé un número muy grande de veces algún otro momento, en algún otro lugar donde he estado, aquí y ahí.
En el olvido queda que sucedió, más allá de una larga noche en la comisaría anti-contrabando. Años después hablarían mis tías, con el zeide ya ausente y de paradero otra vez desconocido, de denuncias y conspiraciones. Varsovia y los diamantes no habían sido olvidados, solamente reemplazados por latas de sardinas.
Y un día el zeide no volvió. Simplemente se fue, una nueva desaparición. Esta vez conmigo como parte de los testigos vivientes.
Mi admiración no desapareció, se escondió. Siguió mi vida, la universidad, la decisión de ser físico, como mi prima mayor, revolucionaria de veras, la primera mujer de la familia a la universidad, y ni mas ni menos que a las ciencias. En esta etapa creía yo que mi familia no importaba, el Zeide Jaime era un personaje raro que me permitía destacarme en las tertulias y fascinar por cinco minutos de fama a mis amigos tan adolescentes como yo.
Esta desaparición no duraría más allá de mi juventud. Pero esto ya es otra cosa, y a esperar la próxima.
Mientras tanto, no traten de visitar el taller-pasillo de papá, toda la calle General Hornos fue derruida para ensanchar la avenida 9 de Julio, y sobre el del zeide, bueno, nunca supe exactamente la dirección, solamente que se llegaba con el colectivo 106. Buena semana y hasta la próxima entrega.
El Zeide Jaime: Quinta Entrega para el Taller Zaitung
Reaparición: Brasil, siempre Brasil
Eduardo Waisman, Madrid 21 de Marzo de 2007
“All true stories end in death” cita atribuida a Ernest Hemmingway
Nada de lo que yo vivía durante los primeros años de la década de 1960 tenía, en apariencia, relación con el zeide, desaparecido unos años antes en un segundo y menos traumático abandono. En algún momento empezaron a llegarle a papá cuentas de un hospital de Montevideo donde el zeide Jaime había estado internado. De él directamente ni una sola palabra, ni un llamado telefónico. En 1962 llegó la carta del zeide a mamá, ahora si el final era inminente, era cuestión de unos meses. La carta invitaba a papá y mamá, y a todo miembro de la familia que lo quisiera, a ir a vivir a São Paulo, acompañarlo a morir, y hacerse cargo de los negocios que el zeide había reiniciado en esa ciudad, a la cual había llegado después de su misteriosa salida de Buenos Aires, vía Montevideo. Esta segunda reaparición significó la disgregación de mi familia inmediata. Papá, mamá y la menor de los hijos se fueron a vivir a Brasil, mi hermana mayor y yo nos quedamos en Buenos Aires. Mi hermano, que tenía 16 años fue a Brasil, y unos meses después volvió, decidido a que aquello no era para él. En la periferia de mi conciencia parte de mi familia iba y volvía a Brasil, recibía yo cartas y llamados. La mínima prosperidad que vio papá se produjo en esos tiempos. Los negocios de Brasil, no eran brillantes, pero eran mejores que la relojería de la calle General Hornos, que ahora atendía mi hermano.
De nuevo la historia del Zeide Jaime me llegaba por los canales de la interpretación familiar. Nunca directamente de él, siempre a través de intermediarios.
Las cuentas del hospital de Montevideo eran explicables por un episodio de tuberculosis, adquirida en Uruguay durante las condiciones miserables de su paso por ese país. Se había casado en Brasil por tercera vez. Su segunda mujer había muerto allí, años antes, lejos del zeide, cuando él vivía con nosotros. De alguna manera, usando la experiencia de los 30 años de la primera vez, el zeide se establece y prospera en un barrio de los tantos del interminable São Paulo. Después envejece y agoniza, en compañía de papá, mamá, mi hermana menor y su tercera esposa.
No recuerdo haber llorado su muerte sucedida en algún momento de 1965 o 1966. Estaba yo demasiado ocupado en ser joven, sentirme importante e importarme el sentido de mi vida. Creo que no quería saber mucho. Son los años de la invención: me separaba de la familia y me alejaba de sus intrincados aconteceres, cambiándolos por una búsqueda frenética de pertenencia. Ni siquiera sentí, como lo hago ahora, la pérdida irreparable de nunca haberle preguntado directamente al zeide si hubo un porque en sus decisiones, o si fue su vida nada mas navegar las tormentas y descansar las calmas.
Enterrado en el cementerio judío de São Paulo, nada más tenían para hacer en Brasil mamá y papá. Volvieron repartiendo una escasa herencia entre los hermanos de papá, con la consiguientes peleas y acusaciones, que para mi eran ruido fuera de mi zona iluminada. El cuadro, ese que el zeide había traído al regresar a Buenos Aires pobre y decadente, seguía colgado en una pared de la casa de mi tía Rosa. Su valor incalculable sigue incalculado, ignoro que fue de esa pintura, entre la multitud de cosas que ignoro o he olvidado, o nunca he sabido.
El zeide Jaime, me abandonaría otra vez, después de muerto, y esta vez lo haría en New York. Pero esto es el tema de mi última entrega. Mientras tanto, buena semana y dulces sueños con sambas y carnavales.
El Zeide Jaime: Sexta y Última Entrega para el Taller Zaitung
New York, del Bronx a Long Island
Eduardo Waisman. Madrid 21 de Marzo de 2007
Una ciudad donde caben todos los exilios
Aun aquellos inventados para corregir el destino
Viaje equivocado de antepasados cercanos
Contiene también a los que imaginamos vueltas
Puentes de improbables retornos
A los que somos por siempre y por eso inmigrantes de lujo
Participantes involuntarios de un irse antiguo
Puerto de mis sueños confusos
Y el nacimiento de mis hijos
Este recuerdo, es el final de esta saga. Saga en la cual he incluido poca cosa mas que un boceto descuidado y de trazos rápidos de la intersección de mi vida con la del Zeide Jaime. Sucede en 1967 en New York, ciudad de mi primer viaje de avión, de mi primer coche, de aprender a soñar en inglés, de sorprenderme de todo y por todo. Casi al llegar, sin saber muy bien porque, buscamos en la guía telefónica a Esther, la hermana del Zeide Jaime. La encontré, supo quien era. La visité, conocí a su familia. Ahora que lo pienso nunca se habló del Zeide Jaime, ella sabía de su muerte en Brasil.
Transcurre mi primer verano en New York. Superadas ya incontables peripecias ocurridas en una mezcla confusa de idioma y tiempo, conduzco con orgullo por sus calles mi primer coche. Recibo el llamado de Esther, no entiendo, pregunto nuevamente.
-Pero, ¿por qué tengo que llevarlos yo a Uds. a Long Island, porqué tengo que hacer esos 50 kilómetros con vos, tu esposo, tus dos hijos nacidos y criados aquí, yo que apenas comienzo a negociar sus rutas y rincones?
-Eduardo, me dice Esther, necesito que nos lleves este sábado. Vas, nos esperás un poco y nos volvemos. No te preocupes, te indicamos el camino.
Los voy a buscar a su casa, cabemos apenas en el coche. Es una mañana luminosa y húmeda. Se habla de nada, soy el chofer de la familia de Esther, voy a Long Island, pero no parece una isla, solo una continuación del Bronx, desde donde vive Esther puente más o menos.
Llegamos, un salón de fiesta en una avenida. Estaciono el coche y Esther me dice, venimos a una fiesta, esperanos aquí unos minutos ya volvemos. Estoy sentado en el coche. Ya no me acuerdo, pero debo haber tenido un sensación de absurdo al cual debo haber intentado combatir diciéndome, bueno estos judíos yanquis son extraños. Vuelve Esther, sola, demudada y me dice:
-Ya te podés ir, muchas gracias, encontraremos otra forma de volver.
De regreso, una tristeza rara me inunda. Estoy de vuelta en el Bronx, donde también vivimos nosotros. Trato de olvidar, de arrancarme la sensación de irrealidad, al borde de la cordura.
Una semana después me llama Esther por teléfono,
-Eduardo, no te quiso ver en la boda, no me dejó que entraras
-Esther, ¿de qué estás hablando, de que boda, quién no quiso que yo entrara?
-Mi hermana, tu otra tía abuela, la que se quedó con los dólares y le dio los marcos al Zeide Jaime, es muy rica, ¿sabés?, y se casaba su hija, quise darte la sorpresa y que se conocieran, pero me dijo que no, que no tenía la menor intención de que otro argentino aprovechado se entrometiera en su vida.
-¿De qué habla tu hermana, Esther?
-Del Ñato, Eduardo, habla del hijo de mi hermano José, el cuarto de los hermanos, vos lo conocés, son los altos. El Ñato se le apareció a mi hermana con la historia de que se había muerto toda su familia en un accidente de tráfico y vivió a costillas de ellos por un año hasta que al final lo echaron.
Por incongruente que fuera lo que estaba escuchando era creíble, ya que el Ñato era un personaje errático y al que nunca había asociado yo con otra cosa que con sus andanzas por el mundo del “catch-as-catch- can”.
Esto es todo lo que recuerdo de esa conversación telefónica, eso y una profunda sensación de soledad y equívoco, el Zeide Jaime me había abandonado una vez más. Yo era del otro lado, era del puerto equivocado, nada importaba que ya hubiera llegado a la meca lejana del mensaje mesiánico. Nunca pertenecería, los antiguos exilados me condenaban a mi nuevo ostracismo.
Bueno, esto es todo, buena lectura si deciden leer esto, y buena vida, de semana en semana.